23/10/13
20/10/13
2/10/13
Lo llaman la cuna del hogar, el imperio del mueble, el
centro de compras terapéuticas... pero lo cierto es que estos pasillos helaron
la sangre de Beremundo desde el primer momento. El gigantesco edificio estaba
desierto, solo las luces de emergencia se atrevían a mostrar aquellas galerías.
La visión en penumbra de muebles, lámparas y estancias enteras montadas hacía
que permanecer ahí cinco minutos más fuese insoportable. Cuando Beremundo quiso investigar por su
cuenta la oleada de desapariciones, él no sabía nada del Viscoelástico. Ahora sabe
demasiado, y es que hacer demasiadas preguntas no siempre es recomendable;
tampoco lo es colarse en semejante sitio de madrugada. Antes de subir a la
primera planta iba con la cabeza bien alta, abrazando certezas racionales y con
un desprecio humorístico hacia los rumores y la superstición… todo cambió
rápido, tan rápido que no se reconocía. Todo lo que lo rodeaba tenía la
impronta de lo humano, de un hogar humano que nunca terminaba. Una sensación de
presencia le heló la sangre: cuando uno siente ese tipo de miedo, en medio del
silencio, hay algo dentro que grita por escapar, por volar y desaparecer, por
estar lejos. De vez en cuando, por el rabillo de su ojo podía ver sombras que
se levantaban de los colchones, cosa que quiso atribuir a la sugestión y a la
interpretación visual. En una ocasión pudo ver una especie de cabeza
asomándose, muy poco a poco, de detrás de un sofá. Esa figura, con unos ojos
que se insinuaban en lo oscuro, se asomaba con tal lentitud que Beremundo tuvo que
quedarse mirándola un minuto para asegurarse de que, en efecto, se movía. Toda
defensa racional terminó cuando, al girar a la izquierda tras lo que parecía
ser la sección de bebés, se encontró frente a un mostrador de información. Tras
él había una sombra siluetesca, una figura humana, inclinada con sus brazos
apoyados en el mostrador. La oscuridad era considerable, pero Beremundo supo
que aquella silueta lo miraba. Los ojos eran dos franjas de color blanco, ovoides,
con algún rasgo oriental, fijos en él como ninguna mirada podía fijarse. De la
silueta salió una voz.
-
¡Despierta, muchacho!
-
Coño, ¡¿qué?!
-
Anoche dormí… sí, sí, dormí. Soñé que tenía una
cremallera en el pecho. Me lo abrían.
-
¿Cómo? Escucha, trabajas aquí?
-
Sentí que se aliviaba la presión de mis tejidos.
-
¡Carajo! Hombre, que me cago, háblame normal por Dios…
-
¿Espumado o moldeado? Elige: el molde será cerrado en
todo caso.
-
¡La madre que...!
-
Tranquilo, ven, mira… así los poros están abiertos. No
reposas, eres reposo. Mira. El sosiego
es ocio.
-
Espera, espera, vamos a intentar poner un poco de…
-
Pero, ¿qué hay de malo en darse una tregua?
Cuando Beremundo quiso reaccionar para salir de allí, solo
entonces, se dio cuenta de que estaba sentado en un sofá con “chaise longue”.
Su superficie estaba cubierta con una manta de franela. Quiso acariciarla.
Esta no es más que una de las historias que se cuentan en
los dormitorios por la noche; no hace falta decir que Beremundo está, sin más,
en paradero desconocido. Días después, ocho empleados del establecimiento
presentaron su dimisión. Sigue habiendo vacantes.
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