Vienen loros a mi chimenea
a constatar el amor de la gente
o a ver cómo se pelean.
Sus graznidos soberbios,
alimentados por las apuestas,
hacen eco en el conducto
expulsando el hollín
que se formó con el uso
y haciendo temblar los cuadros
con capturas de los difuntos.
Vienen ocas a mi ventana
a espiarme mientras duermo
y entran sigilosas
a llevarse las mantas que me sobran.
Mi sonrisa, mientras, sueña impetuosa
con playas de arenas blandas
y atardeceres lejanos
en costas mitológicas,
con sus mares batientes
y sus calas de avena pastosa.
En mi tejado también descansan gárgolas grises.
A veces se giran para vigilarme
mientras simulan lamer su lomo de roca
y miran con desprecio
a la muchedumbre.
Cuando abro mi persiana por la mañana
quieren parecer inertes,
pero sé que por la noche
vuelan y vuelan desesperadas
buscando el alba a ciegas.