15/6/13

dulce membrillo

Dean R. Koontz es un escritor estadounidense de novelas de terror por el que siempre he sentido una predilección casi patológica y que, en mi opinión, tiene el mérito de haber escrito varias novelas que superan en calidad a lo que su compatriota y Stephen King nos tiene acostumbrados.

Mi vida ya no volvió a ser la misma desde que una mañana, mientras mis padres se aseaban para llevarme al colegio.
Me entretenía examinando las portadas de los libros de nuestra biblioteca. Tras unos momentos ojeando distraído, una cubierta con letras grises y anchas, casi fluorescente, llamó mi atención.
En el mismo momento en que mis dedos atraparon aquel tomo, me sentí como un aventurero desempolvando un desconocido manuscrito.
Me bastó con una rápida ojeada. Ni siquiera leí la sinopsis. Yo lo elegí y él me eligió a mí. Y, al instante, tomé una decisión.

Sin pararme a sopesar las consecuencias, aquella misma tarde, en cuanto el reloj marcó las tres y media, me despedí y salí de casa.
En lugar de bajar las escaleras para ir nuevamente al colegio, llamé al ascensor invadido por incontrolables temblores y subí al último piso del edificio.
Salí del ascensor a hurtadillas, me deslicé silenciosamente hasta la puerta de nuestra bodega e introduje lentamente la llave.
La puerta se abrió con un chirrido. Inspiré ese aroma a cerrado, a humedad, a trastos almacenados que inspiran las viejas historias de fantasmas y apariciones y disfruté de mi victoria.
Ahora podría descifrar a solas aquel dulce membrillo que tanto ansiaba leer sin que nadie me molestara.
Fue uno de los momentos más vibrantes de mi vida. Aquel en el que, por una vez, decidí desviarme del camino establecido para internarme en lo desconocido.

Al día siguiente, estuve toda la mañana en clase mirando por la ventana en vez de la pizarra, soñando con los misterios que me depararía el segundo capítulo de aquella terrorífica historia.
-¿Es que nunca ha visto usted llover? -dijo el profesor-.
Luego escuché risas a mi alrededor.
Tardé en darme cuenta de que todos me miraban. Ni siquiera me hallaba presente en aquella sala.