Es un paraje agreste y monótono,
infinito, azotado por un viento oceánico de rachas salvajes que castiga árboles
y matorrales y los doblan hasta hacerlos crujir, un frío afilado que seca la
boca y quiebra los huesos. Tras aquella extensión, la muerte. El borde de un
inmenso acantilado, un balcón a lo inhabitable, a las distancias incalculables
que convertían cualquir enormidad en un vestigio. Allá abajo toda la materia era uniforme y poderosa, el aire y el agua, jugueteando a subir y bajar con una agitación que el hombre allí en medio sentiría escalofrío de soledad. Justo debajo, kilómetros de
caída en picado a través de aristas cortantes hasta un mar enrabietado con olas
brutales que desgajan las paredes a mordiscos como una criatura que ataca para
después morir, despidiendo un olor que
emerge de las profundidades con emanaciones de algas y ostras. Es el imperio de
la sal fresca y oscura, donde se pierde el espacio. Es el lugar donde jamás
querrías estar. Es inhóspito, hostil, desconocido, latigará tu alma y corromperá
tu cuerpo hasta que no quede de ti más que una lágrima.
Estos pensamientos mismos me
elevan y me llevan hasta el borde mismo del acantilado. El corazón me empieza a
latir más deprisa. Estoy muy asustado. No quiero morir. Por qué, de repente, me
veo en el mismo bore del abismo, cuando en realidad lo que quiero es salir de
aquí? Alzo la mirada. Un rojo intenso y violento en el cielo se asoma entre las
nubes negras, densas y cargadas que atraviesan como enormes cetáceos la bóveda
del océano. No es el sol. Es un volcán gigantesco. Surge en alta mar, como un
titán enfurecido. Entre un círculo de espuma empieza a derramar su vómito
incadescente. Una ola se dirige hacia aquí."