Abrigo la cada vez en mí más arraigada con-
vicción de que cuando el hombre se encuentra a
solas, cara a cara consigo mismo, suele juzgarse
con severidad, reconociendo sus propias faltas,
aunque luego se arredre de reconocerlas ante los
demás y se ponga a disculparse y justificarse a
sí mismo.
Y aún hay más, y es que este abrumamiento
de la conciencia sobre sí misma es la pesadumbre
mayor de la vida, y de la que necesitamos
se nos aligere para poder marchar desembarazados
y escoteros por el camino de ella. Así le ocurre
al que, encarándose a solas consigo mismo,
da en cavilar en su soberbia, y en si molesta o no a
los otros con sus aires de superioridad e indife-
rencia. Dejémonos de ello y obremos, que la soberbia
que obra está ya salvada y no emponzofla.
Tomás Carlyle, en el capitulo xi. Trabaja, del
libro tercero de su «Pasado y Presente» (Past
andPresent), dice: «El ultimo Evangelio en este
mundo es: conoce tu obra y llévala a cabo. <]Conócete a ti mismo>
Largo tiempo te ha atormentado ese tú mismo;
jamás llegarás a conocerlo,
estoy seguro. No es tu tarea la de conocerte a ti
mismo; eres un individuo inconocible; conoce lo
que puedes obrar, y óbralo como un Hércules.*
Tales son las palabras de Carlyle, de quien algu-
nas veces he tomado sentencias, pero siempre ci-
tándole en tales casos, para que lo sepan los
badulaques que hablan de él y de mí sin haberlo leído.
La mala es, en efecto, la soberbia ociosa,
que se limita a la propia contemplación y a
repetir el «¡si yo quisiera! ...» Mas desde el momento
en que, persuadido uno de su superioridad
lanza a obrar y desea que esa superioridad se
manifieste en obras, cuando su soberbia pasa de
contemplativa a activa, entonces pierde su pon-
zoña, y hasta puede llegar a ser, y de hecho llega
a ser muchas veces, una verdadera virtud, y vir-
tud en el sentido más primitivo, en el etimológico
de la palabra oirtus, valor.
Soberbia cuyos fundamentos se ponen al toque de ensayo
y comprobación de los demás, deja de ser algo malo. La
soberbia contemplativa es la que envenena el
alma y la paraliza. La activa, no. La mala es la
soberbia del que por no ver discutida, o aun ne-
gada, su superioridad, no la pone a prueba. La
lucha purifica toda pasión.
Buscad la soberbia, antes que en aquellos que
se echan a la calle y se muestran a las miradas de
todos y al juicio de todos exponen sus palabras
y sus actos, en los que no salen de casa ni rompen
el coto de su vida privada, en los que dicen que
los tiempos están muy malos y no les queda a
los buenos sino lamentarlo y aislarse del contagio
del mal y pedir a Dios misericordia.
Estos tales son los soberbios de verdad, los que
se enfurecen de que se ponga en duda su virtud,
los que se amedrentan ante la censura pública.
Sólo se decidirían a obrar si se les garantizase el
buen éxito.
El acto de más grande humildad, de verdadera
humildad, es obrar. Los místicos y ascéticos cristianos
han comentado mil veces el supremo acto de
humildad que significa la encarnación del Hijo de
Dios y su muerte por redimir a los hombres; pero
no sé de ninguno de ellos que haya visto en el
acto mismo de la creación, tal cual la ortodoxia lo
enseña, un acto de suprema humildad. Dicen los
teólogos que Dios llenaba la eternidad contemplándose
a sí mismo, y de lo que de activo hay
en toda contemplación, que exige, cuando menos,
contemplador y cosa contemplada, e implica en el
sujeto que se contempla a sí mismo cierto desdoblamiento
de la personalidad, de esa actividad
contemplativa sacan el misterio de la Trinidad;
pero no sé que se les haya ocurrido decir que el
crear el mundo, no siendo necesario sino voluntario
en Dios, implica la más grande humildad, la
soberana lección de humildad, pues hace un mundo
y luego hace hombres que lo juzguen y lo censuren,
y expone así su obra a los juicios de sus
criaturas. Y de aquí podrían deducir que nuestra
existencia misma arranca de un acto de divina
humildad. Todo lo cual son reflexiones que me
sugiere la doctrina tradicional ortodoxa de la
creación del mundo y de la esencia de Dios, sin
que me meta a juzgar ahora de esta doctrina, ni a
rechazarla ni a adoptarla. Mas una vez supuesta
ella, se me ocurre ver en esa actividad ad extra
la divinidad de la humildad. Obrar es ser humil-
de, y abstenerse de obrar suele, con harta fre-
cuencia, ser soberbia.
Observad que las pinturas más sombrías de los
males de la soberbia proceden de los abstinentes,
de los que se abstienen de obrar, de los más pu-
ramente contemplativos. Es que la sienten en
vivo. Las más acabadas pinturas de los estragos
de la soberbia vienen de los profesionales de la
humildad, de los que toman la humildad por oficio,
presos de la soberbia contemplativa, como las más
vivas pinturas de la lujuria vienen de los que han
hecho voto de castidad. Mala cosa es siempre violentar
a la naturaleza, en vez de dejarla que se
purifique en la acción. Esa contemplación absti-
nente forma los espíritus rumiantes.
Llamo rumiantes a los hombres que se pasan la
vida rumiando la miseria humana, preocupados de
no caer en tal o cual abismo. Llega a ser enfermedad
terrible, y enfermedad que produce verdaderas
úlceras en el estómago espiritual. Y una úlcera
en el estómago es cosa grave, porque roto el
epitelio, que resiste a los jugos mismos que segrega
el estómago, y con los que disolvemos los
manjares; roto ese epitelio protector, empieza el
estómago a digerirse a sí mismo, y se destruye
y se daña.
Y así esas almas de rumiantes contemplativos
suelen acabar por digerirse a sí mismas,
por disolverse en el jugo de sus propios escrúpulos,
recelos y cavilaciones. Es lo que les pasa a
muchos que huyen del mundo para encontrarse
consigo mismos, sus peores enemigos. Dicen que
los enemigos del alma son tres: el mundo, el demonio
y la carne; pero hay que añadir un cuarto
y peor enemigo: el alma misma. A no ser que este
enemigo, al que otros llaman el satánico yo, no
esté incluido en el demonio.
El satánico yo es dañino mientras lo tenemos
encerrado, contemplándose a sí mismo y recreándose
en esa contemplación; mas así que lo echamos afuera
y lo esparcimos en la acción, hasta su
soberbia puede producir frutos de bendición. La
inocencia de un niño, flor de la vida, suele ser la
redención de los más impuros hartazgos de la carne
de sus padres; por criminal que una pasión sea
—hablo aquí el lenguaje corriente—, el fruto humano
de ella es bendito. Un bastardo que llegue a
héroe, ¿quién duda que es más para la humanidad
que un legítimo que se quede en cobarde retiro?
Recuerdo ahora un soberbio, un hombre a quien
tenían muchos por la encarnación de la soberbia.
Y ese hombre, hombre animoso y fuerte, henchido
de vida, se lanzó a obrar y a luchar, y caminó,
de fracaso en fracaso, de tropiezo en tropiezo,
entre las rechiflas de las gentes, y continuó obrando
y cuanto más se burlaban de él, más intensa
era su actividad; y vinieron los días de la
indiferencia y del silencio en torno de él, y continuó
obrando. Y decían las gentes: «¡pobre hombre,
está loco, los fracasos le acrecientan la soberbia;
cuanto en menos le tienen los demás, en más se
tiene él a sí mismo». Y murió, y luego de haber
muerto, venció. Y venció porque no fué nunca
soberbio, realmente soberbio, con la soberbia
contemplativa del retraído, del que se recoje en sí a
los primeros golpes o al sentir los primeros fríos
del desdén ambiente; porque fué un hombre realmente
humilde, con la verdadera humildad, con
la humildad del que se entrega y se reparte y no
se reserva. Tenía fe en sí mismo.
Tenía fe en sí mismo, fe de que carecen los so-
berbios contemplativos; para creer en sí no
necesitaba que los demás creyesen en él. Tenía fe en
sí mismo, y esta fe brotaba de su plenitud de vida.
Tenía que obrar, para él no había otro remedio
sino obrar; tenía que engendrar y gestar y parir
pensamientos vivos, porque, como Raquel, sentía
que de no tener hijos habría de morirse. Y esos
pensamientos los echaba al mundo, a morir o a
vivir entre las gentes, al aire libre y a la luz de
todos, llevando en su palabra la gloria o la infamia
de su padre: eran sus hijos, eran sus hijos,
que hoy mantienen vivo su espíritu entre nosotros.
¿Que es la soberbia colectiva, uno de los pecados
que a peor traer nos traen en España? Secularicémosla,
porque es una soberbia claustral,
contemplativa, una soberbia que no se vierte en
obras por temor al fracaso. Es soberbia marroquí,
fundada, más que en su propio conocimiento, en
ignorancia de lo ajeno; es soberbia faquiresca o
soberbia de yogui que se aduerme contemplándose
el ombligo.
Desclaustrémosla, secularizándola; echémosla
de la contemplación a la acción, y dejará de ser
soberbia.
Muchas veces se ha fustigado, aunque nunca
tanto como se merecen, a nuestras clases neutras,
a los que se están en sus casas, so pretexto de
que corremos malos tiempos para que los hombres
honrados se den a la vida pública; pero no sé si
al fustigarlos se ha visto que es soberbia lo que
principalmente les retiene en sus casas.