El tercer tema de profundo interés para los chamanes del México antiguo era la Recapitulación. Esos chamanes creían que, al igual que los pases mágicos, la Recapitulación prepara el terreno para alcanzar el conocimiento silencioso. Para ellos, la Recapitulación era el acto de revivir experiencias pasadas, necesario para poder alcanzar dos metas transcendentales. La primera era un esfuerzo que concordaba con su visión general del universo, de la vida y la conciencia; la otra era una meta extremadamente pragmática de adquirir fluidez perceptiva.
Su visión general del universo, la vida y la conciencia era que existe una fuerza indescriptible, a la cual llamaban, metafóricamente, el Águila; entendían que esta es la fuerza que presta energía a todos los seres vivos, desde los virus hasta los hombres. Creían que el Águila le presta conciencia a un ser recién nacido, y que este ser la incrementa por medio de sus experiencias de vida hasta que llega el momento en que esa fuerza exige que se la regrese. De acuerdo al entendimiento de los chamanes, todos los seres vivos se mueren porque se ven forzados a regresar la conciencia que les fue prestada. Esta conciencia incrementada regresa a su dador.
Don Juan dijo que no había manera de explicar tal cosa con nuestro modo lineal de pensar, ya que no existe una explicación de por qué la conciencia se presta, o por qué se regresa; es un hecho del universo, y no todos los hechos del universo pueden explicarse en términos de causa y efecto, o con un propósito que se pueda determinar a priori.
Los chamanes del México antiguo creían que recapitular significa entregar a esta fuerza, el Águila, lo que está buscando: nuestras experiencias de vida, pero entregárselas con cierto grado de control que permita a los chamanes separar la conciencia, de la vida. Aseguraban que la conciencia y la vida no están entrelazadas de modo inextricable, sino que sólo están unidas circunstancialmente. Afirmaban que el Águila no quiere nuestra vida; quiere nuestras experiencias de vida. Aunque supuestamente los seres humanos deberían perder únicamente la fuerza de sus experiencias, la falta de disciplina no les permite separar su fuerza vital de la fuerza de sus experiencias. La Recapitulación es el procedimiento a través del cual los chamanes le entregan al Águila un substituto en lugar de sus vidas. Le entregan al Águila sus experiencias al hacer un recuento de ellas, pero retienen la fuerza vital.
Las aseveraciones perceptivas de los chamanes parecen ser insensateces cuando se examinan en términos de los conceptos lineales de nuestro mundo. El hombre occidental abandonó cualquier tentativa de entablar un discurso filosófico serio basado en aseveraciones hechas por los chamanes del Nuevo Mundo. Por ejemplo, la idea de la Recapitulación nos parece algo más congruente con el psicoanálisis. Cualquier erudito que se tope con ella podría pensar que la Recapitulación es un procedimiento psicológico, una clase de técnica de ayuda propia. De acuerdo con don Juan Matus, el hombre siempre pierde por omisión. Él creía que existen formas alternativas de relacionarnos con el universo, la vida, la conciencia y la percepción, y que la forma en que nos relacionamos, por ahora, es sólo una de las múltiples opciones.
Para los practicantes del chamanismo, el significado de la Recapitulación es entregar a una fuerza incomprensible -el Águila- exactamente lo que quiere: sus experiencias de vida, es decir, la conciencia que han incrementado a través de esas experiencias. Don Juan no pudo explicarme este fenómeno en términos de una lógica común y corriente, o en términos de la necesidad de encontrar causas explicables. Dijo que todo esto pertenece al reino de la práctica, y que todo lo que podemos aspirar a hacer es lograr realizar esta hazaña sin dar explicaciones. También dijo que había cientos de chamanes que lograron realizar la hazaña de conservar su vida después de entregarle al Águila la fuerza de sus experiencias. Para don Juan esto significaba que esos chamanes no murieron de la forma usual en que entendemos la muerte, sino que la trascendieron al retener su fuerza vital y desaparecer de la faz de la tierra, embarcados en un viaje definitivo de percepción.
Estábamos don Juan y yo
conversando una tarde bajo su ramada, una estructura abierta construida de varas
delgadas de bambú. Parecía un pórtico con techo que protegía un poco del sol, pero no de la
lluvia. Había unas cajas fuertes y pequeñas, de esas que se
utilizan para envíos de carga, que servían de bancas. Sus etiquetas de carga estaban
desteñidas y parecían ser más de adorno que de identificación. Yo estaba
sentado sobre una de ellas. Estaba reclinado con la espalda contra la pared
frontal de la casa. Don Juan permanecía sentado en otra caja, reclinado contra
una de las varas que servían de soporte a la ramada. Yo acababa de llegar
hacía cinco minutos. Había sido un viaje en coche de todo un día, en un clima
húmedo y caluroso. Estaba nervioso, inquieto y sudado.
Don
Juan empezó a hablarme en cuanto me encontré cómodamente sentado sobre la
caja. Con una amplia sonrisa, me comentó que la gente gorda casi nunca sabe
combatir la gordura. La sonrisa que jugaba en sus labios me daba la impresión
de que no se estaba haciendo el chistoso. Me estaba indicando, de la manera más
indirecta y directa a la vez, que yo estaba gordo.
Me
puse tan nervioso que volqué la caja en que estaba sentado y mi espalda golpeó
con fuerza la delgada pared de la casa. El impacto sacudió la casa hasta sus
cimientos. Don Juan me echó una mirada inquisitiva, pero en vez de preguntarme
si estaba bien, me aseguró que no había dañado la casa. Entonces, en tono muy
comunicativo, me explicó que esa casa era una vivienda provisional, que en
realidad él vivía en otra parte. Cuando le pregunté dónde vivía, se me quedó
mirando. No era una mirada de enojo; era más bien para disuadir preguntas
inoportunas. No comprendí lo que quería. Estaba a punto de volver a hacer la
misma pregunta cuando me detuvo.
‑Aquí
no se hacen preguntas de esa naturaleza ‑me dijo con firmeza‑. Pregunta lo que
quieras de procedimientos o de ideas. Cuando esté listo para decirte dónde
vivo, si es que sucede alguna vez, te lo diré sin que me lo preguntes.
Instantáneamente
me sentí rechazado. Sin querer, me enrojecí. Estaba completamente ofendido. La
risotada de don Juan empeoró mi disgusto. No sólo me había rechazado, me
había insultado y luego se había reído de mí.
‑Vivo
aquí temporalmente ‑prosiguió, sin prestar atención a mi mal humor‑, porque
éste es un centro mágico. La verdad es que vivo aquí por ti.
Su
declaración me desconcertó. No lo podía creer. Pensé que lo decía para
consolarme, para que no siguiera yo tan enojado.
‑¿De
veras, vive usted aquí por mí? ‑le pregunté finalmente sin poder contener mi
curiosidad.
‑Sí
‑me dijo en tono sereno‑. Te tengo que preparar. Eres como yo. Voy a repetirte
lo que te he dicho anteriormente: la búsqueda de cada nagual o líder de cada
generación de chamanes, consiste en encontrar un nuevo hombre o mujer, que,
como él mismo, revele una doble estructura energética: yo vi esa característica
en ti cuando estábamos en la estación de autobuses de Nogales. Cuando veo tu energía, veo dos bolas luminosas superpuestas, una encima de la otra, y esa
característica nos une. No te puedo rechazar y tú no puedes rechazarme.
Sus
palabras me agitaron profundamente. Hacía un instante estaba enojado, y ahora
quería llorar.
Continuó,
diciendo que quería iniciarme, respaldado por la fuerza de la región donde
vivía, un centro de fuertes reacciones y emociones, en algo que los chamanes
llamaban el camino del guerrero. Gente de guerra había vivido allí
durante miles de años, impregnando el territorio con su preocupación por la
guerra.
Don
Juan vivía en aquel tiempo en el estado de Sonora, al norte de México, a unos
ciento veinte kilómetros de la ciudad de Guaymas. Yo siempre lo visitaba allí
bajo los auspicios de llevar a cabo mi trabajo de campo.
‑¿Necesito
entrar en estado de guerra, don Juan? ‑le pregunté, sinceramente preocupado,
luego de oírle decir que el preocuparme por la guerra era algo que yo
necesitaría algún día. Ya había aprendido a tomar todo lo que me decía con la
mayor seriedad.
‑Puedes
apostar lo que quieras ‑me contestó con una sonrisa‑. Cuando hayas absorbido
todo lo que hay aquí, me iré.
No
tenía base para dudar de lo que me decía, pero no podía concebir que don Juan
viviera en ninguna otra parte. Formaba un conjunto total con todo lo que lo rodeaba.
Su casa, sin embargo, sí parecía ser provisional. Era una choza típica de los
granjeros yaquis, construida de adobe, de techo plano de paja; consistía de una
habitación grande que servía para comer y dormir, y de una cocina sin techo.
‑Es
muy difícil tratar con gente gorda ‑dijo.
Parecía
ser una frase incongruente, pero no lo era. Don Juan estaba simplemente
volviendo al tema que había introducido antes de que yo lo interrumpiera con
el golpe de mi espalda contra la casa.
‑Hace
un momento, golpeaste mi casa como una de esas bolas de demolición ‑me dijo
sacudiendo la cabeza de lado a lado‑. ¡Qué impacto! Un impacto digno de un
hombre robusto.
Tenía
la inquietud de que me hablaba como alguien que ya no quiere lidiar con uno.
Inmediatamente me puse a la defensiva. Me escuchó, con una sonrisita, mientras
yo daba frenéticas explicaciones diciendo que mi peso era normal para mi
estructura ósea.
‑Claro
‑concedió en tono de broma‑. Tienes huesos grandes. Seguramente te podrías
echar otros veinte kilos fácilmente y nadie, te aseguro, nadie lo notaría. Yo
no lo notaría.
Su
sonrisa burlona me indicaba que definitivamente yo estaba rechoncho. Me
preguntó entonces sobre mi salud en general y yo seguí hablando
desesperadamente para desviar otros comentarios sobre mi peso. Él mismo cambió
de tema.
‑¿Cómo
van tus excentricidades y aberraciones? ‑me preguntó con cara impávida.
Como
idiota, le respondí que marchaban bien. «Excentricidades y aberraciones» era
el nombre que él le había dado a mi afán de coleccionista. En aquel momento,
había vuelto con nuevo fervor a hacer algo que había disfrutado toda mi vida:
coleccionar lo que fuera. Coleccionaba revistas, timbres, discos, parafernales
de la Segunda Guerra Mundial como dagas, yelmos, banderas, etc.
‑Lo
único que le puedo contar de mis aberraciones, don Juan, es que estoy tratando
de vender mis colecciones ‑dije con aire de un mártir a quien obligan a hacer
algo odioso.
‑Ser
coleccionista no es tan malo ‑dijo como si verdaderamente lo creyera‑. El quid
del asunto no es que sea coleccionista, sino lo que uno colecciona. Tú eres
coleccionista de porquerías, de cosas sin valor que te aprisionan como lo hace
tu perro. No puedes irte cuando quieras si tienes que andar cuidando a tu mascota,
o si tienes que preocuparte por lo que va a pasar con tus colecciones si no
estás allí para cuidarlas.
‑Pero,
créamelo, sí ando buscando quien las compre ‑protesté.
‑No,
no; no pienses que te estoy acusando ‑me contestó‑. Incluso, me gusta tu
espíritu de coleccionista. Lo que no me gusta son tus colecciones, eso es
todo. Me gustaría, sin embargo, utilizar tu ojo de coleccionista. Quisiera
proponerte que hagas una colección que valga la pena.
Don
Juan hizo una breve pausa. Parecía que buscaba la palabra adecuada; o era
quizás una vacilación dramática, bien calculada. Me clavó con una mirada
profunda y penetrante.
‑Cada
guerrero, obligatoriamente, colecciona material para un álbum especial ‑siguió
don Juan‑, un álbum que revela la personalidad del guerrero, un álbum que es
testigo de las circunstancias de su vida.
‑¿Por
qué le llama a esto una colección, don Juan? ‑le pregunté en tono alterado‑. ¿O
incluso, un álbum?
‑Porque
es ambas cosas ‑me respondió‑. Pero sobre todo, es como un álbum de retratos
hechos de recuerdos, retratos que surgen al recordar sucesos memorables.
‑¿Son
esos sucesos memorables dignos del recuerdo de alguna manera especial?
‑Son
memorables porque tienen un significado especial en la vida de uno ‑dijo‑. Lo
que te propongo es que hagas tu álbum, incluyendo en él un recuento completo
de los sucesos que han tenido un significado profundo para ti.
‑Cada
suceso de mi vida ha tenido un significado profundo para mí, don Juan ‑dije
agresivamente, y al instante sentí el impacto de mi propia pomposidad.
‑No
es cierto ‑me dijo sonriendo, aparentemente gozando inmensamente mi reacción‑.
Todo suceso en tu vida no ha tenido un significado profundo. Hay unos cuantos,
sin embargo, que considero capaces de haber cambiado algo para ti, de haberte
iluminado el camino. Por lo general, los sucesos que cambian nuestro curso son
asuntos impersonales, y a la vez extremadamente personales.
‑No
quiero ser necio, don Juan, pero créame, todo lo que me ha sucedido cabe en esa
definición ‑dije, sabiendo muy bien que mentía.
En
seguida, después de haber pronunciado esa frase, quise disculparme, pero don
Juan no me prestó atención. Era como si yo no hubiera dicho nada.
‑No
pienses en este álbum en términos de banalidades, o en términos de un refrito
trivial de las experiencias de tu vida ‑me dijo.
Respiré
profundamente, cerré los ojos e intenté calmar mi mente. Me estaba hablando
frenéticamente a mí mismo acerca de mi dilema: en verdad, no me gustaba nada
visitar a don Juan. Ante su presencia me sentía amenazado. Me atacaba
verbalmente y no dejaba lugar para demostrarle lo que yo valía. Detestaba
sentirme humillado cada vez que abría la boca; detestaba pasar por imbécil.
Pero
había otra voz dentro de mí, una voz que me llegaba desde una mayor
profundidad, más distante, más débil. En medio de los ataques de diálogo
familiar, me oí decir que era demasiado tarde para regresar. Pero no era en
verdad mi voz o mis pensamientos lo que experimentaba; era, mejor dicho, como
una voz desconocida que decía que me había metido ya muy profundamente en el
mundo de don Juan y que lo necesitaba más que el aire mismo.
‑Di
lo que quieras ‑parecía decir‑, pero si no fueras el egomaniático que eres, no
estarías tan avergonzado.
‑Ésa
es la voz de tu otra mente ‑dijo don Juan, como si estuviera escuchando o
leyéndome los pensamientos.
Mi
cuerpo dio un salto involuntario. Mi susto fue tan intenso que me vinieron
lágrimas a los ojos. Le confesé a don Juan la confusión de mi estado.
‑Tu
conflicto es muy natural ‑dijo‑. Y créeme. No lo exacerbo tanto. No soy así.
Tengo algunas historias que contarte de lo que mi maestro, el nagual Julián,
me hacía. Lo detestaba desde el fondo de mi ser. Yo era muy joven, y veía cómo
lo adoraban las mujeres, se le entregaban como nada, y cuando yo quería
saludarlas se volvían hacia mí como leonas, listas para arrancarme la cabeza.
Me odiaban y lo amaban. ¿Cómo crees que me sentía?
‑¿Cómo
resolvió ese conflicto, don Juan? ‑pregunté con algo más que interés.
‑No
resolví nada -declaró‑ Eso, el conflicto o lo que fuera, era el resultado de la
batalla entre mis dos mentes. Cada uno de nosotros, como seres humanos, tenemos
dos mentes. Una es totalmente nuestra, y es como una voz débil que siempre nos
trae orden, propósito, sencillez. La otra mente es la instalación foránea. Nos
trae conflicto, dudas, desesperanza, auto‑afirmación.
Mi
fijación sobre mis propias concatenaciones mentales era tan intensa que se me
fue por completo de lo que me decía don Juan. Podía claramente recordar cada
una de sus palabras, pero no tenían sentido alguno. Don Juan, muy calmadamente,
y con la mirada fija en mis ojos, repitió lo que acababa de decir. Yo todavía
era incapaz de aprehender lo que quería decir. No podía enfocarme en sus
palabras.
‑Por
alguna extraña razón, don Juan, no puedo enfocarme en lo que me está diciendo ‑le
dije.
‑Comprendo
perfectamente ‑me dijo sonriendo abiertamente‑ y tú también lo comprenderás, y
a la vez resolverás el conflicto de que si me quieres o no, el día en que dejes
de ser el yo‑yo centro del mundo.
»Entretanto
‑continuó‑, dejemos el tema de las dos mentes y regresemos a la idea de
preparar tu álbum de sucesos memorables. Debo añadir que tal álbum es un
ejercicio de disciplina e imparcialidad. Considera este álbum como un acto de
guerra.
La
afirmación de don Juan ‑que mi conflicto de querer o no querer verlo iba a
terminar cuando abandonara mi egocentrismo‑ no era solución para mí. De hecho,
la afirmación me enfadó más; mi frustración creció. Y cuando le oí decir que el
álbum era un acto de guerra, lo ataqué con todo mi veneno.
‑La
idea de que ésta es una colección de sucesos es ya bastante difícil de
comprender ‑le dije en tono de protesta‑, pero además, el llamarle un álbum y
decir que tal álbum es un acto de guerra es demasiado. Es demasiado oscuro.
Eso hace que la metáfora pierda su significado.
‑¡Qué
raro! Para mí es lo opuesto ‑contestó don Juan con mucha calma‑. Que tal álbum
sea un acto de guerra tiene todo el significado del mundo para mí. No quisiera
que mi álbum de sucesos memorables fuera ninguna otra cosa que un acto de
guerra.
Quería
seguir con mi opinión y explicarle que sí comprendía la idea de un álbum de
sucesos memorables. A lo que me oponía era a la manera confusa en que me lo
describía. En aquellos tiempos, me consideraba un defensor de la claridad y del
funcionalismo en el uso del lenguaje.
Don
Juan no hizo ningún comentario sobre mi humor bélico. Simplemente asintió como
si estuviera totalmente de acuerdo conmigo. Después de un rato, o se me había
acabado toda la energía, o me llegó una tremenda oleada. De pronto, sin ningún
esfuerzo por parte mía, me di cuenta de lo inútil de mis arranques. Me sentí
terriblemente avergonzado.
‑¿Qué
cosa se apodera de mí para comportarme de tal manera? ‑le pregunté a don Juan
muy sinceramente. Me encontraba, en aquel instante, totalmente confuso.
Estaba tan aturdido por mi realización que sin ninguna voluntad por mi parte,
empecé a llorar.
‑No
te preocupes por detalles absurdos ‑me dijo don Juan para tranquilizarme‑. Cada
uno de nosotros, hombre o mujer, es así.
‑¿Quiere
usted decir, don Juan, que somos mezquinos y contradictorios por naturaleza?
‑No,
no somos mezquinos y contradictorios por naturaleza ‑contestó‑. Nuestras
mezquindades y contradicciones son, más bien, el resultado de un conflicto
trascendental que nos afecta a cada uno de nosotros, pero del cual sólo los
chamanes tienen dolorosa y desesperadamente conciencia; el conflicto entre nuestras
dos mentes.
Don
Juan me escudriñó; sus ojos eran negros como dos pedazos de carbón.
‑Me
habla y me habla de las dos mentes ‑le dije‑, pero mi cerebro no guarda lo que
me está diciendo. ¿Por qué?
‑Ya
sabrás el porqué en su debido momento ‑dijo‑. Por ahora, basta que te repita lo
que te he dicho anteriormente acerca de nuestras dos mentes. Una es nuestra
mente verdadera, el producto de las experiencias de nuestra vida, la que raras
veces habla porque ha sido vencida y sometida a la oscuridad. La otra, la mente
que usamos a diario para todo lo que hacemos, es la instalación foránea.
‑Creo
que el quid del asunto es que el concepto de que la mente es una instalación foránea es tan raro que mi
mente se rehúsa a tomarlo en serio ‑dije, sintiendo que había descubierto algo
nuevo.
Don
Juan no hizo ningún comentario a lo que había dicho. Continuó con su
explicación sobre las dos mentes como si no hubiera dicho nada.
‑Resolver
el conflicto entre las dos mentes es una cuestión de intentarlo ‑dijo‑. Los chamanes llaman al intento cuando pronuncia la palabra intento en voz fuerte y clara. El intento es una fuerza que existe en el universo. Cuando los
chamanes llaman al intento, les llega y les prepara el camino
para sus logros, lo cual quiere decir que los chamanes siempre logran lo que se
proponen.
‑¿Quiere
usted decir, don Juan, que los chamanes siempre consiguen todo lo que quieren,
aunque sea algo mezquino y arbitrario? ‑le pregunté.
‑No,
no es eso lo que quiero decir. Se puede llamar al intento para cualquier cosa ‑contestó‑, pero los chamanes han
descubierto a las duras que el intento sólo
viene para algo que es abstracto. Ésa es la válvula de seguridad de los
chamanes; de otra manera, serían insoportables. En tu caso, llamar al intento para resolver el conflicto entre
tus dos mentes, no es una cuestión ni mezquina ni arbitraria. Todo lo
contrario; es un asunto etéreo y abstracto, y a la vez es tan vital para ti
como te puedas imaginar.
Don
Juan hizo una pausa; entonces volvió al tema del álbum.
‑Mi
propio álbum, siendo acto de guerra, exigió una selección de muchísimo cuidado ‑dijo‑.
Es ahora una colección precisa de los momentos inolvidables de mi vida, y de
todo lo que me condujo a ellos. He concentrado en él, todo lo que fue y lo que
será significativo para mí. A mi parecer, el álbum de un guerrero es algo muy
concreto, algo tan acertado que acaba con todo.
No
tenía yo ninguna idea de lo que don Juan quería, y a la vez, lo comprendía a la
perfección. Me aconsejó que me sentara solo y dejara que mis pensamientos,
ideas y recuerdos me llegaran libremente. Recomendó que hiciera un esfuerzo por
dejar que mi voz interior hablara y me dijera qué seleccionar. Don Juan me dijo
entonces que me metiera en la casa y me acostara sobre una cama que había allí.
Estaba construida de cajas de madera y docenas de costales que me servían de
colchón. Me dolía todo el cuerpo, pero cuando me acosté sobre aquella cama, me
sentí verdaderamente cómodo.
Tomé
sus sugerencias a pecho y empecé a pensar acerca de mi pasado, buscando sucesos
que me habían marcado. Muy pronto me di cuenta de que mi aseveración de que
cada suceso de mi vida había tenido significado era una tontería. Al tratar de
recordar, me di cuenta de que ni sabía dónde empezar. Cruzaban por mi mente
interminables recuerdos y pensamientos disociados acerca de sucesos, pero no
podía decidir si habían sido significativos para mí. Mi impresión era que nada
había tenido ninguna importancia. Parecía que había pasado la vida como
cadáver, con la facultad de caminar y hablar, pero sin poder sentir nada. Sin
la menor concentración para seguir con el tema ni llevarlo más allá de un débil
intento, lo dejé y me dormí.
‑¿Tuviste
éxito? ‑me preguntó don Juan al despertarme algunas horas después.
En
vez de estar tranquilo después de haber dormido y descansado, estaba de nuevo
bélico y malhumorado.
‑¡No,
no tuve ningún éxito! ‑ladré.
‑¿Oíste
esa voz desde las profundidades de tu ser? ‑me preguntó.
‑Creo
que sí ‑mentí.
‑¿Qué
te dijo?
‑No
me puedo acordar ‑murmuré
‑Ah,
has regresado a tu mente cotidiana ‑me dijo y me dio un golpecito en la espalda‑.
Tu mente de todos los días se ha apoderado nuevamente de ti. Vamos a relajarla
hablando de tu colección de sucesos memorables. Debo decirte que la selección
de lo que vas a incluir en tu álbum no es cosa fácil. Es por esa razón que dije
que hacer este álbum es un acto de guerra. Tienes que re‑hacerte diez veces
para saber qué seleccionar.
Comprendí
claramente entonces, aunque fuera durante sólo un segundo, que tenía dos
mentes; sin embargo, el pensamiento fue tan vago que se me fue instantáneamente.
Lo que quedó era la simple sensación de no poder cumplir con el requisito de
don Juan. Pero en vez de elegantemente aceptar mi incapacidad, permití que se
convirtiera en algo amenazador. Mi gran impulso en aquel tiempo era el de
siempre quedar bien. Ser incompetente equivalía a ser perdedor, algo que me
era totalmente intolerable. Como no sabía cómo responder al desafío de don
Juan, hice lo único que sí sabía hacer: me enojé.
‑Tengo
que pensar mucho más acerca de esto, don Juan ‑le dije‑. Tengo que darle tiempo
a mi mente para que se acostumbre a la idea.
‑Por
supuesto, por supuesto ‑me aseguró don Juan‑. Toma el tiempo que quieras, pero
apresúrate.
No
se dijo nada más del asunto. Ya en casa, me olvidé por completo, hasta que un
día, de pronto, en medio de una charla a la que asistía, el comando imperioso
de buscar los sucesos memorables de mi vida me sobrevino como un golpe
corporal, un espasmo nervioso que me sacudió de la cabeza a los pies.
Empecé
a trabajar en serio. Me tomó meses revisar experiencias de mi vida que creía
significativas para mí. Sin embargo, al examinar mi colección, me di cuenta de
que se trataba de ideas sin sentido alguno. Los sucesos que recordaba eran
vagos puntos de referencia que recordaba de manera abstracta. Otra vez, tuve
la sospecha inquietante de que me habían criado para actuar sin jamás sentir
nada.
Uno
de los sucesos más vagos que recordé, y que quería hacer memorable a cualquier
costo, fue el día en que supe que me habían admitido a la escuela de estudios
superiores de UCLA. Pero por más que trataba, no me acordaba qué estaba
haciendo ese día. No tenía nada fuera de común o interesante aparte de la idea
de que quería que fuera memorable. El ingresar en el programa de estudios
superiores debería haberme hecho sentir orgulloso o feliz, pero no fue así.
Otra
muestra de mi colección fue el día en que casi contraje matrimonio con Kay
Condor. Su apellido no era en verdad Condor, pero se lo había cambiado porque
quería ser actriz. Su paso a la fama era que se parecía a Carole Lombard. Ese
día me era memorable no tanto por los sucesos que se llevaron a cabo, sino
porque ella era bella y quería casarse conmigo. Me llevaba una cabeza de
altura, lo cual la hacía de lo más interesante.
Me
encantaba la idea de casarme con una mujer alta en una iglesia. Me alquilé un
traje de frac, gris. Los pantalones me quedaban demasiado anchos para mi
estatura. No eran de campana; simplemente eran anchos y me molestaban
terriblemente. Otra cosa que me molestaba era que las mangas de la camisa color
rosa que había comprado para la ceremonia eran demasiado largas, sobrándoles
unos diez centímetros; tenía que ajustármelas con unas gomas. Fuera de eso,
todo iba perfectamente hasta el momento en que los invitados y yo nos enteramos
de que Kay Condor se había arrepentido y no iba a aparecer.
Como
jovencita bien educada, me mandó una carta de disculpa por un mensajero que
llegó en motocicleta. Escribió que, como no creía en el divorcio, no se podía
comprometer con alguien que no compartía del todo sus perspectivas sobre la
vida. Me recordó que siempre me reía cuando pronunciaba el nombre «Condor», lo
cual revelaba la falta de respeto que guardaba para su persona. Dijo que había
hablado del asunto con su madre. Ambas me querían muchísimo, pero no lo
suficiente para que formara parte de aquella familia. Añadió que, valiente y
sagazmente, todos teníamos que enfrentarnos a nuestras pérdidas.
Mi
mente estaba paralizada. Cuando traté de recordar ese día, no me acordaba si
me sentí horriblemente humillado por haberme quedado allí delante de toda esa
gente con ese traje de frac gris de pantalones anchos, o si me sentí mal porque
Kay Condor no se casó conmigo.
Éstos
eran los únicos dos sucesos que era capaz de ver aisladamente y con claridad.
Eran ejemplos pobres, pero después de machacar, había logrado adornarlos como
cuentos de aceptación filosófica. Me consideré un ser sin verdaderos
sentimientos, alguien que solamente tiene una visión intelectual acerca de
todo. Tomando las metáforas de don Juan como modelo, hasta construí una propia:
un ser que vive su vida de forma indirecta en términos de lo que debería ser.
Creía,
por ejemplo, que el día que me admitieron a la escuela de estudios superiores
de UCLA, debería haber sido un día memorable. Como no lo fue, hice lo mejor que
pude para imbuirlo de una importancia que estaba lejos de sentir. Algo
semejante pasó con el día que casi me casé con Kay Condor. Debía haber sido un
día devastador para mí pero no lo fue. Al momento de recordarlo, supe que no
había nada allí e hice lo que pude para construir lo que debería haber sentido.
En
la siguiente visita que hice a la casa de don Juan, le presenté en cuanto
llegué mis dos muestras de sucesos memorables.
‑Éstas
son puras tonterías ‑declaró‑. Nada de esto sirve. Estas historias están
ligadas exclusivamente a ti como persona que piensa, siente, llora o no siente
nada. Los sucesos memorables del álbum del chamán son asuntos que aguantan la
prueba del tiempo porque no tienen nada que ver con él, y sin embargo, él está
en medio de ellos. Siempre estará en medio de ellos, por lo que dure su vida y
quizá más allá, aunque no de manera del todo personal.
Sus
palabras me desanimaron, me dejaron del todo derrotado. En esos días, yo
sinceramente pensaba que don Juan era un viejo intransigente que encontraba un
deleite especial en hacerme sentir imbécil. Me recordaba a un maestro artesano
que había conocido en la fundación de un escultor donde trabajaba mientras
estudiaba en una escuela de arte. El maestro criticaba y encontraba fallas en
todo lo que hacían sus aprendices avanzados, y exigía que corrigieran su obra
según sus recomendaciones. Los aprendices se daban vuelta fingiendo hacer las
correcciones. Recuerdo el deleite del maestro cuando, al presentarle la misma
obra, decía: «Ahora sí tienes algo que vale».
‑No
te sientas mal ‑dijo don Juan sacándome de mis recuerdos‑. Durante mis tiempos
estaba en las mismas. Durante años, no sólo no sabía qué seleccionar, sino que
pensaba que no tenía experiencias de dónde seleccionar. Parecía que nada me
había pasado nunca. Claro que todo me había pasado, pero en mi esfuerzo de
defender la idea de mí mismo, no tenía ni el tiempo ni la inclinación para
darme cuenta de nada.
‑¿Me
puede decir, don Juan, específicamente, qué tienen de malo mis historias? Ya sé
que no son nada, pero el resto de mi vida es exactamente igual.
‑Voy
a repetirte esto ‑me dijo‑. Las historias del álbum del guerrero no son
personales. Tu historia del día en que te admitieron a la escuela no es más que
una afirmación de ti mismo en el centro de todo. Sientes, no sientes; te das
cuenta, no te das cuenta. ¿Entiendes? Toda la historia tiene que ver contigo.
‑¿Cómo
puede ser de otra forma, don Juan? ‑le pregunté.
‑En
el otro cuento, casi llegas a lo que quiero, pero lo das vuelta y lo conviertes
en algo en extremo personal. Ya sé que puedes añadir más detalles, pero esos detalles
no son nada más que una extensión de tu persona.
‑Sinceramente,
no entiendo lo que quiere usted, don Juan ‑protesté‑. Cada historia vista a
través de los ojos del testigo, tiene que ser a fuerza, personal.
‑Claro,
claro, por supuesto ‑me dijo sonriendo, disfrutando como siempre de mi
confusión‑. Pero en ese caso, no son historias para el álbum de un guerrero.
Son historias con otros propósitos. Los sucesos memorables que buscamos tienen
el toque oscuro de lo impersonal. Ese toque los impregna. No sé cómo
explicártelo de otra forma.