24/8/12


El tercer tema de profundo interés para los chamanes del México antiguo era la Recapitulación. Esos chamanes creían que, al igual que los pases mágicos, la Recapitulación prepara el terreno para alcanzar el conocimiento silencioso. Para ellos, la Recapitulación era el acto de revivir experiencias pasadas, necesario para poder alcanzar dos metas transcendentales. La primera era un esfuerzo que concordaba con su visión general del universo, de la vida y la conciencia; la otra era una meta extremadamente pragmática de adquirir fluidez perceptiva.
Su visión general del universo, la vida y la conciencia era que existe una fuerza indescriptible, a la cual llamaban, metafóricamente, el Águila; entendían que esta es la fuerza que presta energía a todos los seres vivos, desde los virus hasta los hombres. Creían que el Águila le presta conciencia a un ser recién nacido, y que este ser la incrementa por medio de sus experiencias de vida hasta que llega el momento en que esa fuerza exige que se la regrese. De acuerdo al entendimiento de los chamanes, todos los seres vivos se mueren porque se ven forzados a regresar la conciencia que les fue prestada. Esta conciencia incrementada regresa a su dador.
Don Juan dijo que no había manera de explicar tal cosa con nuestro modo lineal de pensar, ya que no existe una explicación de por qué la conciencia se presta, o por qué se regresa; es un hecho del universo, y no todos los hechos del universo pueden explicarse en términos de causa y efecto, o con un propósito que se pueda determinar a priori.
Los chamanes del México antiguo creían que recapitular significa entregar a esta fuerza, el Águila, lo que está buscando: nuestras experiencias de vida, pero entregárselas con cierto grado de control que permita a los chamanes separar la conciencia, de la vida. Aseguraban que la conciencia y la vida no están entrelazadas de modo inextricable, sino que sólo están unidas circunstancialmente. Afirmaban que el Águila no quiere nuestra vida; quiere nuestras experiencias de vida. Aunque supuestamente los seres humanos deberían perder únicamente la fuerza de sus experiencias, la falta de disciplina no les permite separar su fuerza vital de la fuerza de sus experiencias. La Recapitulación es el procedimiento a través del cual los chamanes le entregan al Águila un substituto en lugar de sus vidas. Le entregan al Águila sus experiencias al hacer un recuento de ellas, pero retienen la fuerza vital.
Las aseveraciones perceptivas de los chamanes parecen ser insensateces cuando se examinan en términos de los conceptos lineales de nuestro mundo. El hombre occidental abandonó cualquier tentativa de entablar un discurso filosófico serio basado en aseveraciones hechas por los chamanes del Nuevo Mundo. Por ejemplo, la idea de la Recapitulación nos parece algo más congruente con el psicoanálisis. Cualquier erudito que se tope con ella podría pensar que la Recapitulación es un procedimiento psicológico, una clase de técnica de ayuda propia. De acuerdo con don Juan Matus, el hombre siempre pierde por omisión. Él creía que existen formas alternativas de relacionarnos con el universo, la vida, la conciencia y la percepción, y que la forma en que nos relacionamos, por ahora, es sólo una de las múltiples opciones.
Para los practicantes del chamanismo, el significado de la Recapitulación es entregar a una fuerza incomprensible -el Águila­- exactamente lo que quiere: sus experiencias de vida, es decir, la conciencia que han incrementado a través de esas experiencias. Don Juan no pudo explicarme este fenómeno en términos de una lógica común y corriente, o en términos de la necesidad de encontrar causas explicables. Dijo que todo esto pertenece al reino de la práctica, y que todo lo que podemos aspirar a hacer es lograr realizar esta hazaña sin dar explicaciones. También dijo que había cientos de chamanes que lograron realizar la hazaña de conservar su vida después de entregarle al Águila la fuerza de sus experiencias. Para don Juan esto significaba que esos chamanes no murieron de la forma usual en que entendemos la muerte, sino que la trascendieron al retener su fuerza vital y desaparecer de la faz de la tierra, embarcados en un viaje definitivo de percepción.


Estábamos don Juan y yo conversando una tarde bajo su ramada, una estructura abierta construida de va­ras delgadas de bambú. Parecía un pórtico con techo que protegía un poco del sol, pero no de la lluvia. Había unas cajas fuertes y pequeñas, de esas que se utilizan para envíos de carga, que servían de bancas. Sus etique­tas de carga estaban desteñidas y parecían ser más de adorno que de identificación. Yo estaba sentado sobre una de ellas. Estaba reclinado con la espalda contra la pared frontal de la casa. Don Juan permanecía sentado en otra caja, reclinado contra una de las varas que ser­vían de soporte a la ramada. Yo acababa de llegar hacía cinco minutos. Había sido un viaje en coche de todo un día, en un clima húmedo y caluroso. Estaba nervioso, inquieto y sudado.
Don Juan empezó a hablarme en cuanto me encon­tré cómodamente sentado sobre la caja. Con una amplia sonrisa, me comentó que la gente gorda casi nunca sabe combatir la gordura. La sonrisa que jugaba en sus labios me daba la impresión de que no se estaba haciendo el chistoso. Me estaba indicando, de la manera más indi­recta y directa a la vez, que yo estaba gordo.
Me puse tan nervioso que volqué la caja en que es­taba sentado y mi espalda golpeó con fuerza la delga­da pared de la casa. El impacto sacudió la casa hasta sus cimientos. Don Juan me echó una mirada inquisitiva, pero en vez de preguntarme si estaba bien, me aseguró que no había dañado la casa. Entonces, en tono muy comunicativo, me explicó que esa casa era una vivienda provisional, que en realidad él vivía en otra parte. Cuan­do le pregunté dónde vivía, se me quedó mirando. No era una mirada de enojo; era más bien para disuadir pre­guntas inoportunas. No comprendí lo que quería. Esta­ba a punto de volver a hacer la misma pregunta cuando me detuvo.
‑Aquí no se hacen preguntas de esa naturaleza ‑me dijo con firmeza‑. Pregunta lo que quieras de procedimientos o de ideas. Cuando esté listo para decirte dónde vivo, si es que sucede alguna vez, te lo diré sin que me lo preguntes.
Instantáneamente me sentí rechazado. Sin querer, me enrojecí. Estaba completamente ofendido. La risota­da de don Juan empeoró mi disgusto. No sólo me ha­bía rechazado, me había insultado y luego se había reído de mí.
‑Vivo aquí temporalmente ‑prosiguió, sin prestar atención a mi mal humor‑, porque éste es un centro mágico. La verdad es que vivo aquí por ti.
Su declaración me desconcertó. No lo podía creer. Pensé que lo decía para consolarme, para que no siguie­ra yo tan enojado.
‑¿De veras, vive usted aquí por mí? ‑le pregunté finalmente sin poder contener mi curiosidad.
‑Sí ‑me dijo en tono sereno‑. Te tengo que pre­parar. Eres como yo. Voy a repetirte lo que te he dicho anteriormente: la búsqueda de cada nagual o líder de cada generación de chamanes, consiste en encontrar un nuevo hombre o mujer, que, como él mismo, revele una doble estructura energética: yo vi esa característica en ti cuando estábamos en la estación de autobuses de Noga­les. Cuando veo tu energía, veo dos bolas luminosas su­perpuestas, una encima de la otra, y esa característica nos une. No te puedo rechazar y tú no puedes recha­zarme.
Sus palabras me agitaron profundamente. Hacía un instante estaba enojado, y ahora quería llorar.
Continuó, diciendo que quería iniciarme, respalda­do por la fuerza de la región donde vivía, un centro de fuertes reacciones y emociones, en algo que los chama­nes llamaban el camino del guerrero. Gente de guerra había vivido allí durante miles de años, impregnando el territorio con su preocupación por la guerra.
Don Juan vivía en aquel tiempo en el estado de So­nora, al norte de México, a unos ciento veinte kilóme­tros de la ciudad de Guaymas. Yo siempre lo visitaba allí bajo los auspicios de llevar a cabo mi trabajo de campo.
‑¿Necesito entrar en estado de guerra, don Juan? ‑le pregunté, sinceramente preocupado, luego de oírle decir que el preocuparme por la guerra era algo que yo necesitaría algún día. Ya había aprendido a tomar todo lo que me decía con la mayor seriedad.
‑Puedes apostar lo que quieras ‑me contestó con una sonrisa‑. Cuando hayas absorbido todo lo que hay aquí, me iré.
No tenía base para dudar de lo que me decía, pero no podía concebir que don Juan viviera en ninguna otra parte. Formaba un conjunto total con todo lo que lo ro­deaba. Su casa, sin embargo, sí parecía ser provisional. Era una choza típica de los granjeros yaquis, construida de adobe, de techo plano de paja; consistía de una habi­tación grande que servía para comer y dormir, y de una cocina sin techo.
‑Es muy difícil tratar con gente gorda ‑dijo.
Parecía ser una frase incongruente, pero no lo era. Don Juan estaba simplemente volviendo al tema que ha­bía introducido antes de que yo lo interrumpiera con el golpe de mi espalda contra la casa.
‑Hace un momento, golpeaste mi casa como una de esas bolas de demolición ‑me dijo sacudiendo la cabe­za de lado a lado‑. ¡Qué impacto! Un impacto digno de un hombre robusto.
Tenía la inquietud de que me hablaba como alguien que ya no quiere lidiar con uno. Inmediatamente me puse a la defensiva. Me escuchó, con una sonrisita, mientras yo daba frenéticas explicaciones diciendo que mi peso era normal para mi estructura ósea.
‑Claro ‑concedió en tono de broma‑. Tienes huesos grandes. Seguramente te podrías echar otros veinte kilos fácilmente y nadie, te aseguro, nadie lo no­taría. Yo no lo notaría.
Su sonrisa burlona me indicaba que definitivamente yo estaba rechoncho. Me preguntó entonces sobre mi salud en general y yo seguí hablando desesperadamente para desviar otros comentarios sobre mi peso. Él mismo cambió de tema.
‑¿Cómo van tus excentricidades y aberraciones? ‑me preguntó con cara impávida.
Como idiota, le respondí que marchaban bien. «Ex­centricidades y aberraciones» era el nombre que él le ha­bía dado a mi afán de coleccionista. En aquel momen­to, había vuelto con nuevo fervor a hacer algo que había disfrutado toda mi vida: coleccionar lo que fuera. Colec­cionaba revistas, timbres, discos, parafernales de la Segun­da Guerra Mundial como dagas, yelmos, banderas, etc.
‑Lo único que le puedo contar de mis aberraciones, don Juan, es que estoy tratando de vender mis coleccio­nes ‑dije con aire de un mártir a quien obligan a hacer algo odioso.
‑Ser coleccionista no es tan malo ‑dijo como si verdaderamente lo creyera‑. El quid del asunto no es que sea coleccionista, sino lo que uno colecciona. Tú eres coleccionista de porquerías, de cosas sin valor que te aprisionan como lo hace tu perro. No puedes irte cuando quieras si tienes que andar cuidando a tu masco­ta, o si tienes que preocuparte por lo que va a pasar con tus colecciones si no estás allí para cuidarlas.
‑Pero, créamelo, sí ando buscando quien las com­pre ‑protesté.
‑No, no; no pienses que te estoy acusando ‑me contestó‑. Incluso, me gusta tu espíritu de coleccionis­ta. Lo que no me gusta son tus colecciones, eso es todo. Me gustaría, sin embargo, utilizar tu ojo de coleccionis­ta. Quisiera proponerte que hagas una colección que valga la pena.
Don Juan hizo una breve pausa. Parecía que buscaba la palabra adecuada; o era quizás una vacilación dramá­tica, bien calculada. Me clavó con una mirada profunda y penetrante.
‑Cada guerrero, obligatoriamente, colecciona ma­terial para un álbum especial ‑siguió don Juan‑, un álbum que revela la personalidad del guerrero, un ál­bum que es testigo de las circunstancias de su vida.
‑¿Por qué le llama a esto una colección, don Juan? ‑le pregunté en tono alterado‑. ¿O incluso, un ál­bum?
‑Porque es ambas cosas ‑me respondió‑. Pero sobre todo, es como un álbum de retratos hechos de re­cuerdos, retratos que surgen al recordar sucesos memo­rables.
‑¿Son esos sucesos memorables dignos del recuer­do de alguna manera especial?
‑Son memorables porque tienen un significado es­pecial en la vida de uno ‑dijo‑. Lo que te propongo es que hagas tu álbum, incluyendo en él un recuento com­pleto de los sucesos que han tenido un significado pro­fundo para ti.
‑Cada suceso de mi vida ha tenido un significado profundo para mí, don Juan ‑dije agresivamente, y al instante sentí el impacto de mi propia pomposidad.
‑No es cierto ‑me dijo sonriendo, aparentemente gozando inmensamente mi reacción‑. Todo suceso en tu vida no ha tenido un significado profundo. Hay unos cuantos, sin embargo, que considero capaces de haber cambiado algo para ti, de haberte iluminado el camino. Por lo general, los sucesos que cambian nuestro curso son asuntos impersonales, y a la vez extremadamente personales.
‑No quiero ser necio, don Juan, pero créame, todo lo que me ha sucedido cabe en esa definición ‑dije, sa­biendo muy bien que mentía.
En seguida, después de haber pronunciado esa frase, quise disculparme, pero don Juan no me prestó aten­ción. Era como si yo no hubiera dicho nada.
‑No pienses en este álbum en términos de banali­dades, o en términos de un refrito trivial de las experien­cias de tu vida ‑me dijo.
Respiré profundamente, cerré los ojos e intenté cal­mar mi mente. Me estaba hablando frenéticamente a mí mismo acerca de mi dilema: en verdad, no me gustaba nada visitar a don Juan. Ante su presencia me sentía ame­nazado. Me atacaba verbalmente y no dejaba lugar para demostrarle lo que yo valía. Detestaba sentirme humilla­do cada vez que abría la boca; detestaba pasar por imbécil.
Pero había otra voz dentro de mí, una voz que me llegaba desde una mayor profundidad, más distante, más débil. En medio de los ataques de diálogo familiar, me oí decir que era demasiado tarde para regresar. Pero no era en verdad mi voz o mis pensamientos lo que ex­perimentaba; era, mejor dicho, como una voz descono­cida que decía que me había metido ya muy profunda­mente en el mundo de don Juan y que lo necesitaba más que el aire mismo.
‑Di lo que quieras ‑parecía decir‑, pero si no fueras el egomaniático que eres, no estarías tan avergonzado.
‑Ésa es la voz de tu otra mente ‑dijo don Juan, como si estuviera escuchando o leyéndome los pensa­mientos.
Mi cuerpo dio un salto involuntario. Mi susto fue tan intenso que me vinieron lágrimas a los ojos. Le con­fesé a don Juan la confusión de mi estado.
‑Tu conflicto es muy natural ‑dijo‑. Y créeme. No lo exacerbo tanto. No soy así. Tengo algunas histo­rias que contarte de lo que mi maestro, el nagual Julián, me hacía. Lo detestaba desde el fondo de mi ser. Yo era muy joven, y veía cómo lo adoraban las mujeres, se le entregaban como nada, y cuando yo quería saludarlas se volvían hacia mí como leonas, listas para arrancarme la cabeza. Me odiaban y lo amaban. ¿Cómo crees que me sentía?
‑¿Cómo resolvió ese conflicto, don Juan? ‑pre­gunté con algo más que interés.
‑No resolví nada -declaró‑ Eso, el conflicto o lo que fuera, era el resultado de la batalla entre mis dos men­tes. Cada uno de nosotros, como seres humanos, tene­mos dos mentes. Una es totalmente nuestra, y es como una voz débil que siempre nos trae orden, propósito, sencillez. La otra mente es la instalación foránea. Nos trae conflicto, dudas, desesperanza, auto‑afirmación.
Mi fijación sobre mis propias concatenaciones men­tales era tan intensa que se me fue por completo de lo que me decía don Juan. Podía claramente recordar cada una de sus palabras, pero no tenían sentido alguno. Don Juan, muy calmadamente, y con la mirada fija en mis ojos, repitió lo que acababa de decir. Yo todavía era incapaz de aprehender lo que quería decir. No podía enfo­carme en sus palabras.
‑Por alguna extraña razón, don Juan, no puedo en­focarme en lo que me está diciendo ‑le dije.
‑Comprendo perfectamente ‑me dijo sonriendo abiertamente‑ y tú también lo comprenderás, y a la vez resolverás el conflicto de que si me quieres o no, el día en que dejes de ser el yo‑yo centro del mundo.
»Entretanto ‑continuó‑, dejemos el tema de las dos mentes y regresemos a la idea de preparar tu álbum de sucesos memorables. Debo añadir que tal álbum es un ejercicio de disciplina e imparcialidad. Considera este álbum como un acto de guerra.
La afirmación de don Juan ‑que mi conflicto de querer o no querer verlo iba a terminar cuando abando­nara mi egocentrismo‑ no era solución para mí. De he­cho, la afirmación me enfadó más; mi frustración creció. Y cuando le oí decir que el álbum era un acto de guerra, lo ataqué con todo mi veneno.
‑La idea de que ésta es una colección de sucesos es ya bastante difícil de comprender ‑le dije en tono de protesta‑, pero además, el llamarle un álbum y decir que tal álbum es un acto de guerra es demasiado. Es de­masiado oscuro. Eso hace que la metáfora pierda su sig­nificado.
‑¡Qué raro! Para mí es lo opuesto ‑contestó don Juan con mucha calma‑. Que tal álbum sea un acto de guerra tiene todo el significado del mundo para mí. No quisiera que mi álbum de sucesos memorables fuera nin­guna otra cosa que un acto de guerra.
Quería seguir con mi opinión y explicarle que sí comprendía la idea de un álbum de sucesos memorables. A lo que me oponía era a la manera confusa en que me lo describía. En aquellos tiempos, me consideraba un defensor de la claridad y del funcionalismo en el uso del lenguaje.
Don Juan no hizo ningún comentario sobre mi hu­mor bélico. Simplemente asintió como si estuviera to­talmente de acuerdo conmigo. Después de un rato, o se me había acabado toda la energía, o me llegó una tre­menda oleada. De pronto, sin ningún esfuerzo por parte mía, me di cuenta de lo inútil de mis arranques. Me sentí terriblemente avergonzado.
‑¿Qué cosa se apodera de mí para comportarme de tal manera? ‑le pregunté a don Juan muy sinceramen­te. Me encontraba, en aquel instante, totalmente confu­so. Estaba tan aturdido por mi realización que sin nin­guna voluntad por mi parte, empecé a llorar.
‑No te preocupes por detalles absurdos ‑me dijo don Juan para tranquilizarme‑. Cada uno de nosotros, hombre o mujer, es así.
‑¿Quiere usted decir, don Juan, que somos mez­quinos y contradictorios por naturaleza?
‑No, no somos mezquinos y contradictorios por naturaleza ‑contestó‑. Nuestras mezquindades y contradicciones son, más bien, el resultado de un con­flicto trascendental que nos afecta a cada uno de noso­tros, pero del cual sólo los chamanes tienen dolorosa y desesperadamente conciencia; el conflicto entre nues­tras dos mentes.
Don Juan me escudriñó; sus ojos eran negros como dos pedazos de carbón.
‑Me habla y me habla de las dos mentes ‑le dije‑, pero mi cerebro no guarda lo que me está diciendo. ¿Por qué?
‑Ya sabrás el porqué en su debido momento ‑dijo‑. Por ahora, basta que te repita lo que te he dicho anteriormente acerca de nuestras dos mentes. Una es nuestra mente verdadera, el producto de las experien­cias de nuestra vida, la que raras veces habla porque ha sido vencida y sometida a la oscuridad. La otra, la men­te que usamos a diario para todo lo que hacemos, es la instalación foránea.
‑Creo que el quid del asunto es que el concepto de que la mente es una instalación foránea es tan raro que mi mente se rehúsa a tomarlo en serio ‑dije, sintiendo que había descubierto algo nuevo.
Don Juan no hizo ningún comentario a lo que había dicho. Continuó con su explicación sobre las dos men­tes como si no hubiera dicho nada.
‑Resolver el conflicto entre las dos mentes es una cuestión de intentarlo ‑dijo‑. Los chamanes llaman al intento cuando pronuncia la palabra intento en voz fuerte y clara. El intento es una fuerza que existe en el universo. Cuando los chamanes llaman al intento, les llega y les prepara el camino para sus logros, lo cual quiere decir que los chamanes siempre logran lo que se proponen.
‑¿Quiere usted decir, don Juan, que los chamanes siempre consiguen todo lo que quieren, aunque sea algo mezquino y arbitrario? ‑le pregunté.
‑No, no es eso lo que quiero decir. Se puede llamar al intento para cualquier cosa ‑contestó‑, pero los chamanes han descubierto a las duras que el intento sólo viene para algo que es abstracto. Ésa es la válvula de se­guridad de los chamanes; de otra manera, serían inso­portables. En tu caso, llamar al intento para resolver el conflicto entre tus dos mentes, no es una cuestión ni mezquina ni arbitraria. Todo lo contrario; es un asunto etéreo y abstracto, y a la vez es tan vital para ti como te puedas imaginar.
Don Juan hizo una pausa; entonces volvió al tema del álbum.
‑Mi propio álbum, siendo acto de guerra, exigió una selección de muchísimo cuidado ‑dijo‑. Es ahora una colección precisa de los momentos inolvidables de mi vida, y de todo lo que me condujo a ellos. He con­centrado en él, todo lo que fue y lo que será significativo para mí. A mi parecer, el álbum de un guerrero es algo muy concreto, algo tan acertado que acaba con todo.
No tenía yo ninguna idea de lo que don Juan quería, y a la vez, lo comprendía a la perfección. Me aconsejó que me sentara solo y dejara que mis pensamientos, ideas y recuerdos me llegaran libremente. Recomendó que hiciera un esfuerzo por dejar que mi voz interior hablara y me dijera qué seleccionar. Don Juan me dijo entonces que me metiera en la casa y me acostara sobre una cama que había allí. Estaba construida de cajas de madera y docenas de costales que me servían de col­chón. Me dolía todo el cuerpo, pero cuando me acosté sobre aquella cama, me sentí verdaderamente cómodo.
Tomé sus sugerencias a pecho y empecé a pensar acerca de mi pasado, buscando sucesos que me habían marcado. Muy pronto me di cuenta de que mi asevera­ción de que cada suceso de mi vida había tenido signifi­cado era una tontería. Al tratar de recordar, me di cuen­ta de que ni sabía dónde empezar. Cruzaban por mi mente interminables recuerdos y pensamientos disocia­dos acerca de sucesos, pero no podía decidir si habían sido significativos para mí. Mi impresión era que nada había tenido ninguna importancia. Parecía que había pasado la vida como cadáver, con la facultad de caminar y hablar, pero sin poder sentir nada. Sin la menor con­centración para seguir con el tema ni llevarlo más allá de un débil intento, lo dejé y me dormí.
‑¿Tuviste éxito? ‑me preguntó don Juan al des­pertarme algunas horas después.
En vez de estar tranquilo después de haber dormido y descansado, estaba de nuevo bélico y malhumorado.
‑¡No, no tuve ningún éxito! ‑ladré.
‑¿Oíste esa voz desde las profundidades de tu ser? ‑me preguntó.
‑Creo que sí ‑mentí.
‑¿Qué te dijo?
‑No me puedo acordar ‑murmuré
‑Ah, has regresado a tu mente cotidiana ‑me dijo y me dio un golpecito en la espalda‑. Tu mente de to­dos los días se ha apoderado nuevamente de ti. Vamos a relajarla hablando de tu colección de sucesos memora­bles. Debo decirte que la selección de lo que vas a incluir en tu álbum no es cosa fácil. Es por esa razón que dije que hacer este álbum es un acto de guerra. Tienes que re‑hacerte diez veces para saber qué seleccionar.
Comprendí claramente entonces, aunque fuera du­rante sólo un segundo, que tenía dos mentes; sin embar­go, el pensamiento fue tan vago que se me fue instantá­neamente. Lo que quedó era la simple sensación de no poder cumplir con el requisito de don Juan. Pero en vez de elegantemente aceptar mi incapacidad, permití que se convirtiera en algo amenazador. Mi gran impulso en aquel tiempo era el de siempre quedar bien. Ser incom­petente equivalía a ser perdedor, algo que me era total­mente intolerable. Como no sabía cómo responder al desafío de don Juan, hice lo único que sí sabía hacer: me enojé.
‑Tengo que pensar mucho más acerca de esto, don Juan ‑le dije‑. Tengo que darle tiempo a mi mente para que se acostumbre a la idea.
‑Por supuesto, por supuesto ‑me aseguró don Juan‑. Toma el tiempo que quieras, pero apresúrate.
No se dijo nada más del asunto. Ya en casa, me olvi­dé por completo, hasta que un día, de pronto, en medio de una charla a la que asistía, el comando imperioso de buscar los sucesos memorables de mi vida me sobrevino como un golpe corporal, un espasmo nervioso que me sacudió de la cabeza a los pies.
Empecé a trabajar en serio. Me tomó meses revisar experiencias de mi vida que creía significativas para mí. Sin embargo, al examinar mi colección, me di cuenta de que se trataba de ideas sin sentido alguno. Los sucesos que recordaba eran vagos puntos de referencia que re­cordaba de manera abstracta. Otra vez, tuve la sospecha inquietante de que me habían criado para actuar sin ja­más sentir nada.
Uno de los sucesos más vagos que recordé, y que quería hacer memorable a cualquier costo, fue el día en que supe que me habían admitido a la escuela de estu­dios superiores de UCLA. Pero por más que trataba, no me acordaba qué estaba haciendo ese día. No tenía nada fuera de común o interesante aparte de la idea de que quería que fuera memorable. El ingresar en el pro­grama de estudios superiores debería haberme hecho sentir orgulloso o feliz, pero no fue así.
Otra muestra de mi colección fue el día en que casi contraje matrimonio con Kay Condor. Su apellido no era en verdad Condor, pero se lo había cambiado porque quería ser actriz. Su paso a la fama era que se parecía a Carole Lombard. Ese día me era memorable no tanto por los sucesos que se llevaron a cabo, sino porque ella era bella y quería casarse conmigo. Me llevaba una cabe­za de altura, lo cual la hacía de lo más interesante.
Me encantaba la idea de casarme con una mujer alta en una iglesia. Me alquilé un traje de frac, gris. Los pan­talones me quedaban demasiado anchos para mi estatu­ra. No eran de campana; simplemente eran anchos y me molestaban terriblemente. Otra cosa que me molestaba era que las mangas de la camisa color rosa que había comprado para la ceremonia eran demasiado largas, so­brándoles unos diez centímetros; tenía que ajustármelas con unas gomas. Fuera de eso, todo iba perfectamente hasta el momento en que los invitados y yo nos entera­mos de que Kay Condor se había arrepentido y no iba a aparecer.
Como jovencita bien educada, me mandó una carta de disculpa por un mensajero que llegó en motocicleta. Escribió que, como no creía en el divorcio, no se podía comprometer con alguien que no compartía del todo sus perspectivas sobre la vida. Me recordó que siempre me reía cuando pronunciaba el nombre «Condor», lo cual revelaba la falta de respeto que guardaba para su persona. Dijo que había hablado del asunto con su ma­dre. Ambas me querían muchísimo, pero no lo suficien­te para que formara parte de aquella familia. Añadió que, valiente y sagazmente, todos teníamos que enfrentarnos a nuestras pérdidas.
Mi mente estaba paralizada. Cuando traté de recor­dar ese día, no me acordaba si me sentí horriblemente humillado por haberme quedado allí delante de toda esa gente con ese traje de frac gris de pantalones anchos, o si me sentí mal porque Kay Condor no se casó con­migo.
Éstos eran los únicos dos sucesos que era capaz de ver aisladamente y con claridad. Eran ejemplos pobres, pero después de machacar, había logrado adornarlos como cuentos de aceptación filosófica. Me consideré un ser sin verdaderos sentimientos, alguien que solamente tiene una visión intelectual acerca de todo. Tomando las metáforas de don Juan como modelo, hasta construí una propia: un ser que vive su vida de forma indirecta en tér­minos de lo que debería ser.
Creía, por ejemplo, que el día que me admitieron a la escuela de estudios superiores de UCLA, debería haber sido un día memorable. Como no lo fue, hice lo mejor que pude para imbuirlo de una importancia que estaba lejos de sentir. Algo semejante pasó con el día que casi me casé con Kay Condor. Debía haber sido un día de­vastador para mí pero no lo fue. Al momento de recor­darlo, supe que no había nada allí e hice lo que pude para construir lo que debería haber sentido.
En la siguiente visita que hice a la casa de don Juan, le presenté en cuanto llegué mis dos muestras de sucesos memorables.
‑Éstas son puras tonterías ‑declaró‑. Nada de esto sirve. Estas historias están ligadas exclusivamente a ti como persona que piensa, siente, llora o no siente nada. Los sucesos memorables del álbum del chamán son asuntos que aguantan la prueba del tiempo porque no tienen nada que ver con él, y sin embargo, él está en medio de ellos. Siempre estará en medio de ellos, por lo que dure su vida y quizá más allá, aunque no de manera del todo personal.
Sus palabras me desanimaron, me dejaron del todo derrotado. En esos días, yo sinceramente pensaba que don Juan era un viejo intransigente que encontraba un deleite especial en hacerme sentir imbécil. Me recordaba a un maestro artesano que había conocido en la funda­ción de un escultor donde trabajaba mientras estudiaba en una escuela de arte. El maestro criticaba y encontraba fallas en todo lo que hacían sus aprendices avanzados, y exigía que corrigieran su obra según sus recomendacio­nes. Los aprendices se daban vuelta fingiendo hacer las correcciones. Recuerdo el deleite del maestro cuando, al presentarle la misma obra, decía: «Ahora sí tienes algo que vale».
‑No te sientas mal ‑dijo don Juan sacándome de mis recuerdos‑. Durante mis tiempos estaba en las mismas. Durante años, no sólo no sabía qué seleccionar, sino que pensaba que no tenía experiencias de dónde se­leccionar. Parecía que nada me había pasado nunca. Cla­ro que todo me había pasado, pero en mi esfuerzo de defender la idea de mí mismo, no tenía ni el tiempo ni la inclinación para darme cuenta de nada.
‑¿Me puede decir, don Juan, específicamente, qué tienen de malo mis historias? Ya sé que no son nada, pero el resto de mi vida es exactamente igual.
‑Voy a repetirte esto ‑me dijo‑. Las historias del álbum del guerrero no son personales. Tu historia del día en que te admitieron a la escuela no es más que una afir­mación de ti mismo en el centro de todo. Sientes, no sien­tes; te das cuenta, no te das cuenta. ¿Entiendes? Toda la historia tiene que ver contigo.
‑¿Cómo puede ser de otra forma, don Juan? ‑le pregunté.
‑En el otro cuento, casi llegas a lo que quiero, pero lo das vuelta y lo conviertes en algo en extremo personal. Ya sé que puedes añadir más detalles, pero esos de­talles no son nada más que una extensión de tu persona.
‑Sinceramente, no entiendo lo que quiere usted, don Juan ‑protesté‑. Cada historia vista a través de los ojos del testigo, tiene que ser a fuerza, personal.
‑Claro, claro, por supuesto ‑me dijo sonriendo, disfrutando como siempre de mi confusión‑. Pero en ese caso, no son historias para el álbum de un guerrero. Son historias con otros propósitos. Los sucesos memo­rables que buscamos tienen el toque oscuro de lo imper­sonal. Ese toque los impregna. No sé cómo explicártelo de otra forma.