Pero se podría esgrimir que con tanta intervención cultural y tecnológica algo se habrá influido en la composición del acervo genético, y así es. Consideremos, por ejemplo, la viruela. Hace años, millones de personas morían de viruela y sus genes no se heredaban porque muchas de ellas no llegaban a la edad reproductiva. Entonces, la diversidad genética humana perdió los genes de aquella gente. Pero ahora, desde que se erradicó la viruela del planeta, la gente que en condiciones normales fallecería aquejada de ese mal probablemente tiene hijos y, por tanto, contribuye al acervo genético humano. Veamos otro ejemplo. La tasa de natalidad siempre desciende cuanto más desarrollada y rica se vuelve una sociedad. Hoy, las tasas más elevadas de natalidad se sitúan en América Latina, África y Asia. Ahora la mayor cantidad de contribuyentes a la diversidad genética humana se encuentra en esas regiones. Al cabo de muchas generaciones, la especie humana contará con más genes procedentes de estos grupos que de los países desarrollados.
Así pues, la cultura, el desarrollo y la medicina alteran el curso de la genética humana, pero no eliminan la fuerza de la evolución. Además, no olvidemos que la cultura quizá no parezca una fuerza natural, pero, al formar parte de nuestro entorno, es tan natural como las enfermedades, la climatología o los recursos alimenticios. Quienes vivimos en países desarrollados tal vez nos consideremos inmunes a la selección natural por estar rodeados de bienes materiales y alta tecnología, pero se trata de una ilusión. La tecnología no nos protege de nada, y la medicina, por supuesto, no ha curado todas las enfermedades. En los países desarrollados disfrutamos de más comodidades, pero seguimos muriendo e influyendo de un modo diferenciado en las generaciones futuras. Y, lo que es más importante, debemos reparar en que la idea que impera en el mundo desarrollado sobre la especie humana es una concepción muy limitada de la humanidad. La mayoría de los humanos no vive así; más de la mitad de la gente del planeta nunca ha hablado por teléfono.
Meredith F. Small, Departamento de Antropología de la Universidad de Cornell, Ithaca, Nueva York