Era
media mañana. Como en días anteriores, me encontraba paseando por la playa, en
un trayecto que siempre despejaba mis ideas. Andaba yo ese día, no sé por qué,
vestido tan solo con una toalla de baño azul cielo con bordes amarillos, como
quien sale de la ducha. Decidí meterme en el agua y ponerme a nadar. La toalla
me dificultaba los movimientos, así que me la até a la espalda y me puse a
bracear. Aquella escena marítima, infinita, me trajo a la mente el sueño de mi
amigo Braulio: soñó que se hallaba en un paseo marítimo, mirando al mar, y al
otro lado del mar se veía una costa en la lejanía. Una costa que le sonaba y le
atraía sin saber la razón. Nadar me resultaba más fácil de lo habitual y,
cuando quise darme cuenta, miré hacia atrás y la playa quedaba muy lejos. Nunca
me había alejado yo tanto de la costa. En ese momento divisé una boya, y
pasando frente a ella, ahí estaba Braulio. Tripulaba una especie de balsa de
madera con una vela, apenas un cascarón de nuez, tremendamente escaso para
estar tan lejos de la costa. Verlo fue un alivio enorme. Con un grito jubiloso me
invitó a subir. Ya arriba, volví a ponerme la toalla y nos alegramos de
encontrarnos, ya que él también parecía estar perdido. Cuestionó mi cordura por ir nadando hasta tan
lejos, pero su estado de ánimo y su actitud eran las de alguien que lo estaba
pasando en grande y realmente no se tomaba la cosa muy en serio. Braulio era
alto, de estructura ósea afilada y muy moreno: realmente no le pegaban las
actitudes plomizas y solía estar de buen ánimo. Un buen ánimo en cierto modo
cínico, pero que le permitía disfrutar de las experiencias de una manera muy
peculiar. De pronto, a los dos nos dio por mirar hacia adelante: ahí estaba la
costa, pero no era de donde veníamos. “¡Demasiado tarde para volver!”, exclamó
Braulio. “Tendremos que ir hacia la costa que aparece frente a nuestras narices.
Es como mi sueño… exactamente igual que mi sueño”. Braulio parecía pasar por
alto que en su sueño se encontraba en tierra, no en una pequeña embarcación.
Por alguna razón no quise saber cómo había llegado hasta allí con ese pedazo de
madera, ni de qué forma habíamos llegado a otro país en tan poco tiempo. En ese
momento yo, no sé por qué, supe que se trataba de la costa de Italia. Se lo
dije a mi amigo. El cascarón de nuez se movía a una gran velocidad y podíamos
sentirla por el viento dándonos en el rostro y la dificultad para mantener el
equilibrio. Sin embargo, nos sentíamos felices por poder divisar una costa, por
tener una embarcación y por comenzar lo que parecían unas peculiares y accidentadas
vacaciones. En unos minutos tocamos arena y Braulio, en un italiano más que
dudoso, gritó a todo pulmón: “¡¡¡semo arrivato!!!”.
Dejamos
la embarcación y nos dispusimos a andar. ¿No se encuentra Roma a unos
kilómetros de la costa? Entonces, ¿cómo era posible que estuviéramos entrando
en Roma? Pero así era. De repente cruzamos un paseo marítimo y nos detuvimos.
Braulio se dio la vuelta y volvió a mirar al mar: allí estaba, una costa lejana
se dejaba ver tímidamente. Ah, ahora sí… eso se parecía más a su sueño. “¡Parece
que no estamos tan lejos! Pero sería un desperdicio volver ahora. Sigamos,
sigamos”. Yo estaba disfrutando y contento porque ya había estado en Roma y la
conocía. Me dispuse a decírselo a mi amigo mientras lo alcanzaba y le propuse
ir a algunos lugares que conocía. En realidad la ciudad se veía enorme y no me
importaba ir sin rumbo; empecé a sentirme como un inmigrante nómada aventurero,
despreocupado de todo lo que dejaba atrás excepto de la experiencia del momento.
De repente nos metimos en medio de la gente, en un casco antiguo interminable.
Todo estaba lleno de pequeños mercados, puestos de fruta y verdura y cafeterías
que por alguna extraña razón me recordaban a una infancia paralela que quizás
otra persona vivió. Solo me molestaba una cosa, pues no era muy cómodo ir sin
más ropa encima que una toalla de baño y sin zapatillas ni nada. Pero eso era
un problema menor, me sentía excitado, pleno y dispuesto a descubrir lo que
fuera. En una de las calles del enorme casco antiguo, frente a unos puestos de
aceitunas, un pequeño clan de gitanos rumanos estaba sentado contra una vieja
pared de piedra y tocando canciones gitanas a ritmo acelerado. Sin pensarlo me
planté delante de ellos y empecé a bailar, dejando que mi toalla hiciera formas
en el aire y con un juego de piernas frenético que expresaba mi alegría del
momento. Al verme, los rumanos se alegraron más y animaron mis brincoteos. Solo
el que parecía el jefe (o el padre, o el más anciano) parecía mirarme con
indiferencia… con un rostro de solemnidad (los romanos no son serios sino
solemnes, es un matiz difícil de captar), como quien ya había visto bailar a
muchos tarados como yo y no se impresionaba fácilmente. Con un ¡hop! Exagerado seguí
mi camino, pero Braulio había desaparecido. A la vuelta de la siguiente esquina
me lo encontré detrás de un señor mayor, con una sonrisa picaresca y metiendo
la mano en los bolsillos de la chaqueta del hombre. Se acercó a mí y, con un
pequeño fajo de billetes en la mano y expresión traviesa me dijo, “¡ya tenemos
dinero para comer algo! Y comprarte algo de ropa”. A los 10 minutos volvía a
estar yo en la calle, con una chaqueta de algodón y unos pantalones caqui y
sandalias. El tacto de la ropa en mi cuerpo era tremendamente agradable tras
tantas horas casi desnudo y con una toalla áspera rozando mis genitales. Todo
iba como la seda. Sentía yo que no necesitaba nada más en el mundo en ese
momento. Le dije a Braulio “esto es cojonudo, pero puedo decirte que lo mejor
de Roma, aunque parezca mentira, es el Vaticano. Pata negra, merece la pena”.
Braulio me miró con incredulidad, pero estuvo de acuerdo en hacer una visita. Andando
tranquilamente seguimos entre la gente, en una vieja calle. Frente a nosotros,
a unos 50 metros, la calle parecía acabarse dando lugar a una gran plaza con
una fuente enorme y árboles a cada lado.