13/7/12

Lo he soñado


Era media mañana. Como en días anteriores, me encontraba paseando por la playa, en un trayecto que siempre despejaba mis ideas. Andaba yo ese día, no sé por qué, vestido tan solo con una toalla de baño azul cielo con bordes amarillos, como quien sale de la ducha. Decidí meterme en el agua y ponerme a nadar. La toalla me dificultaba los movimientos, así que me la até a la espalda y me puse a bracear. Aquella escena marítima, infinita, me trajo a la mente el sueño de mi amigo Braulio: soñó que se hallaba en un paseo marítimo, mirando al mar, y al otro lado del mar se veía una costa en la lejanía. Una costa que le sonaba y le atraía sin saber la razón. Nadar me resultaba más fácil de lo habitual y, cuando quise darme cuenta, miré hacia atrás y la playa quedaba muy lejos. Nunca me había alejado yo tanto de la costa. En ese momento divisé una boya, y pasando frente a ella, ahí estaba Braulio. Tripulaba una especie de balsa de madera con una vela, apenas un cascarón de nuez, tremendamente escaso para estar tan lejos de la costa. Verlo fue un alivio enorme. Con un grito jubiloso me invitó a subir. Ya arriba, volví a ponerme la toalla y nos alegramos de encontrarnos, ya que él también parecía estar perdido.  Cuestionó mi cordura por ir nadando hasta tan lejos, pero su estado de ánimo y su actitud eran las de alguien que lo estaba pasando en grande y realmente no se tomaba la cosa muy en serio. Braulio era alto, de estructura ósea afilada y muy moreno: realmente no le pegaban las actitudes plomizas y solía estar de buen ánimo. Un buen ánimo en cierto modo cínico, pero que le permitía disfrutar de las experiencias de una manera muy peculiar. De pronto, a los dos nos dio por mirar hacia adelante: ahí estaba la costa, pero no era de donde veníamos. “¡Demasiado tarde para volver!”, exclamó Braulio. “Tendremos que ir hacia la costa que aparece frente a nuestras narices. Es como mi sueño… exactamente igual que mi sueño”. Braulio parecía pasar por alto que en su sueño se encontraba en tierra, no en una pequeña embarcación. Por alguna razón no quise saber cómo había llegado hasta allí con ese pedazo de madera, ni de qué forma habíamos llegado a otro país en tan poco tiempo. En ese momento yo, no sé por qué, supe que se trataba de la costa de Italia. Se lo dije a mi amigo. El cascarón de nuez se movía a una gran velocidad y podíamos sentirla por el viento dándonos en el rostro y la dificultad para mantener el equilibrio. Sin embargo, nos sentíamos felices por poder divisar una costa, por tener una embarcación y por comenzar lo que parecían unas peculiares y accidentadas vacaciones. En unos minutos tocamos arena y Braulio, en un italiano más que dudoso, gritó a todo pulmón: “¡¡¡semo arrivato!!!”.
Dejamos la embarcación y nos dispusimos a andar. ¿No se encuentra Roma a unos kilómetros de la costa? Entonces, ¿cómo era posible que estuviéramos entrando en Roma? Pero así era. De repente cruzamos un paseo marítimo y nos detuvimos. Braulio se dio la vuelta y volvió a mirar al mar: allí estaba, una costa lejana se dejaba ver tímidamente. Ah, ahora sí… eso se parecía más a su sueño. “¡Parece que no estamos tan lejos! Pero sería un desperdicio volver ahora. Sigamos, sigamos”. Yo estaba disfrutando y contento porque ya había estado en Roma y la conocía. Me dispuse a decírselo a mi amigo mientras lo alcanzaba y le propuse ir a algunos lugares que conocía. En realidad la ciudad se veía enorme y no me importaba ir sin rumbo; empecé a sentirme como un inmigrante nómada aventurero, despreocupado de todo lo que dejaba atrás excepto de la experiencia del momento. De repente nos metimos en medio de la gente, en un casco antiguo interminable. Todo estaba lleno de pequeños mercados, puestos de fruta y verdura y cafeterías que por alguna extraña razón me recordaban a una infancia paralela que quizás otra persona vivió. Solo me molestaba una cosa, pues no era muy cómodo ir sin más ropa encima que una toalla de baño y sin zapatillas ni nada. Pero eso era un problema menor, me sentía excitado, pleno y dispuesto a descubrir lo que fuera. En una de las calles del enorme casco antiguo, frente a unos puestos de aceitunas, un pequeño clan de gitanos rumanos estaba sentado contra una vieja pared de piedra y tocando canciones gitanas a ritmo acelerado. Sin pensarlo me planté delante de ellos y empecé a bailar, dejando que mi toalla hiciera formas en el aire y con un juego de piernas frenético que expresaba mi alegría del momento. Al verme, los rumanos se alegraron más y animaron mis brincoteos. Solo el que parecía el jefe (o el padre, o el más anciano) parecía mirarme con indiferencia… con un rostro de solemnidad (los romanos no son serios sino solemnes, es un matiz difícil de captar), como quien ya había visto bailar a muchos tarados como yo y no se impresionaba fácilmente. Con un ¡hop! Exagerado seguí mi camino, pero Braulio había desaparecido. A la vuelta de la siguiente esquina me lo encontré detrás de un señor mayor, con una sonrisa picaresca y metiendo la mano en los bolsillos de la chaqueta del hombre. Se acercó a mí y, con un pequeño fajo de billetes en la mano y expresión traviesa me dijo, “¡ya tenemos dinero para comer algo! Y comprarte algo de ropa”. A los 10 minutos volvía a estar yo en la calle, con una chaqueta de algodón y unos pantalones caqui y sandalias. El tacto de la ropa en mi cuerpo era tremendamente agradable tras tantas horas casi desnudo y con una toalla áspera rozando mis genitales. Todo iba como la seda. Sentía yo que no necesitaba nada más en el mundo en ese momento. Le dije a Braulio “esto es cojonudo, pero puedo decirte que lo mejor de Roma, aunque parezca mentira, es el Vaticano. Pata negra, merece la pena”. Braulio me miró con incredulidad, pero estuvo de acuerdo en hacer una visita. Andando tranquilamente seguimos entre la gente, en una vieja calle. Frente a nosotros, a unos 50 metros, la calle parecía acabarse dando lugar a una gran plaza con una fuente enorme y árboles a cada lado.