Mesa situada con orientación al nordeste de una taberna
de mala muerte, con paredes grises y mugrientas. Anochece. Luz tenue: pende del
techo una sola lámpara, que ilumina levemente toda la taberna. Una minúscula
ventana al fondo del local, presidiendo una barra de bar sobre la que se apoyan
dos señores de mediana edad aletargados. En la silla lateral izquierda de la
citada mesa, una señora setentona de complexión extremadamente delgada. Sentado
al frente, un joven de medianas proporciones aunque vientre prominente que
sujeta un vaso de coñac medio vacío (véase medio lleno). Sobre la mesa, un
cenicero repleto de colillas que sustenta un cigarrillo en proceso de
consumición, y un vaso de kalimotxo, lleno, del lado de la señora. Próximas a
la mesa, otras cinco mesas rodean una columna que ocupa el centro del local.
Dos de ellas, vacías. Tres albergan grupos parlantes de entre tres y cuatro
personas, todos ellos de mediana edad.
(Se levanta el telón, se oyen unas risas exageradas y
agudas, procedentes de la señora setentona, DOÑA EULALIA, que aspira una calada
de su cigarrillo tras beber un trago de su vaso de kalimotxo para aclarar la
garganta. SIMÓN, su joven acompañante, la observa por el rabillo del ojo,
encolerizado. DOÑA EULALIA, vestida con galas rosas de cabaretera, maquillaje
exagerado, y excéntricamente enjoyada. SIMÓN, de calle, viste un sencillo
pantalón gris marengo, una camisa blanca cerrada hasta la nuez, y tirantes
rojos).
DOÑA EULALIA. ¡Tiene un morbo exagerao! Voy a tener
distracción por las noches.
SIMÓN. Y yo por las mañanas...
DOÑA EULALIA. ¿Y eso se traduce en...? ¿Y a qué se debe
la velada de esta noche? Suelo permanecer poco tiempo en estos suburbios, yo
soy más de la calle.
SIMÓN. ¡¿Bromea, señorita?! ¡Va a ser fascinante!
DOÑA EULALIA (Con aires de altivez). Eso, querido mío, no
lo dudo.
SIMÓN. Pero... ¿Qué ocurre si mezclamos un lindo
gatito...?
-Ambos, con desidia, exclaman al unísono: “¡Con una linda
gatita!”-
DOÑA EULALIA. Pero, pudiendo invertir deseos en cosas
bellas...
SIMÓN (Indignado). ¡Eso sería una osadía! Toda persona de
bien es altamente conocedora de que los deseos han de invertirse, salvo en caso
de flagrante necesidad, en cosas con niveles aceptables de vanidad y, si son
aceitosas, mejor aún.
DOÑA EULALIA. ¿Eres capricornio?
SIMÓN. Pero, ¡¿Qué preguntas son esas?! Eso sería como
preguntar a un ladrón si todos son de su condición. ¡Pues claro que sí! ¡¡Exijo
rauda una explicación sobre las dudas!!
DOÑA EULALIA. No haila.
SIMÓN (Obstinado en su indignación). ¡Pardiez! ¡Habráse
visto algo igual! ¡¡Esto es el acabóse!!
DOÑA EULALIA (desdeñosa). ¡Toma un trago y calla!
SIMÓN. Magnificas demasiado los sentimientos, ese es tu
problema.
DOÑA EULALIA. Si tienes alguno que estés dispuesto a
intercambiar, tal vez cabría una negociación.
SIMÓN. Tal vez la concupiscencia no esté en el alma, sino
en el paladar.
DOÑA EULALIA. ¿Acaso crees que eso solucionaría algo?
SIMÓN. Ciertamente lo creo.
DOÑA EULALIA (Entre asombrada y dubitativa). ¿Realmente
crees algo tan ridículamente evidente?
SIMÓN (Tranquilamente). He dicho.
DOÑA EULALIA. Bien... no esperaba semejante razonamiento
de alguien como tú. Yo también lo creo.
SIMÓN. ¿Y bien...?
-Tras dudar ambos por unos instantes, se besan
aparatosamente-.
DOÑA EULALIA (Retocándose con leve disimulo el moño
barroco). Cosas más raras se han visto, desde luego.
SIMÓN. Dermatológicamente testado. Por azares del
destino, por supuesto.
DOÑA EULALIA. Ni duda cabe. Los avatares de la vida. Las
cosas han cambiado.
SIMÓN. Y los tiempos, señorita, y los tiempos.
DOÑA EULALIA. Ni que decir tiene, que me siento orgullosa
de no haber cambiado con ellos. (Con prepotencia) Tú, por desgracia para ti, ni
tuviste oportunidad.
SIMÓN. ¡Hay que ser desgraciado!
DOÑA EULALIA (Le interrumpe). ¡Pero erótico!
SIMÓN (Seguidamente). Ciertamente.
DOÑA EULALIA. ¿Qué decías?
SIMÓN. No recuerdo.
DOÑA EULALIA (Asombrada). ¡¿Nada?!
SIMÓN. ¡Nada! Apenas balbuceos. (Tono intrigante) Como
ves, de un tiempo a esta parte, tengo claras muchas cosas...
DOÑA EULALIA. ¡Eso no justifica tu comportamiento animal!
SIMÓN. No, pero lo excusa.
DOÑA EULALIA (Notoriamente molesta). Pero no justifica tu
comportamiento, ¡animal!
SIMÓN. Cuando quieres te pones bastante racial.
DOÑA EULALIA. Evolucionar quita muchas vendas de los
ojos.
SIMÓN. Involucionar también, no lo olvides. El indígena
ecuatoriano siempre lo dice.
DOÑA EULALIA. Y tú siempre lo reiteras. Redundantemente
cierto.
SIMÓN (Entre carcajadas). Mírate desde afuera, ¡Pareces
un ángulo obtuso!
DOÑA EULALIA. Se dice vetusto, Simón. Has bebido
demasiado...
SIMÓN (Con parsimonia). No lo suficiente, señorita.
DOÑA EULALIA (Exaltada). ¡Estás agresivo esta noche,
Simón!
SIMÓN. Es algo estudiadamente impulsivo.
DOÑA EULALIA. Me lo temía...
SIMÓN. Eso no condiciona nada.
DOÑA EULALIA. Todo acto humano está inevitablemente
condicionado.
SIMÓN. ¡No me cambies de tema!
DOÑA EULALIA. Hablas en un tono demasiado impertinente
como para no haber ido nunca a la universidad.
SIMÓN (Justificándose). ¡En la universidad sólo se
aprenden universalidades!
DOÑA EULALIA. ¡Sí, hijo, sí! Tú eres sólo relativamente.
SIMÓN. Como todo.
DOÑA EULALIA (Entre dientes, en un arrebato de lucidez.
Tono medianamente trágico). Como todos...
SIMÓN.
Debes estar atravesando la típica crisis mística de los treinta y cinco.
DOÑA EULALIA (Venida a más). ¡Y tú la de los trece!
SIMÓN. ¡Eso no me lo dices desde una óptica rococó!
–añade- ¡Y en la calle!.
-Ambos ríen
estruendorosamente-.
DOÑA EULALIA. Me siento desconsoladamente triste.
SIMÓN. Será desordenadamente.
DOÑA EULALIA. Pues eso mismo, en otro orden de cosas.
SIMÓN. Tienes razón, creo que pediré otro coñac.
DOÑA EULALIA. Que sean dos.
SIMÓN. Eso está hecho. ¡¡Camarero, dos copas de
coñac!!
-El camarero, desde la barra, responde con un gesto de
retroalimentación y sirve sendas copas-.
DOÑA EULALIA. ¿Te has detenido alguna vez a mirar los
puestos de fruta? Las manzanas rojas de los puestos de fruta se obstinan tanto
en ser estáticas, que su pueril cometido alcanza las más supremas cotas de
perfección que una sola persona puede imaginar.
SIMÓN. Vertiginosamente cierto.
-Vuelven a besarse, esta vez menos aparatosamente-.
DOÑA EULALIA. Sin duda, mejor que antes.
SIMÓN. Es verdad.
DOÑA EULALIA. Es una verdad absoluta.
SIMÓN (Eufórico). ¡Qué verdad tan
grande!
DOÑA EULALIA. No te excedas, pequeño. Toma un trago.
-Ambos beben un trago largo-.
SIMÓN. Creo que tienes un problema de adicción.
DOÑA EULALIA. ¿Lo dices por mis asuntos turbulentos relacionados con los
perfumes de imitación?
SIMÓN. Entre otras sustancias tóxicas.
DOÑA EULALIA. Envidias mi sobriedad... completamente
de acuerdo. Pero la vida es breve.
SIMÓN. Y leve, sí, muy leve...
DOÑA EULALIA. Y en eso estamos.
-DOÑA EULALIA mira fijamente al infinito. Mientras,
SIMÓN, que parece haberse topado de bruces con una realidad antes evasoria,
hace mutis por el foro, con claros signos de aturdimiento, como empujado por
una mano divina invisible-.
(Se baja el telón).
M. Itsasne
M. Itsasne