5/7/12

Meando en penumbra, o vive Dios que es trivial si vive Dios


            Mesa situada con orientación al nordeste de una taberna de mala muerte, con paredes grises y mugrientas. Anochece. Luz tenue: pende del techo una sola lámpara, que ilumina levemente toda la taberna. Una minúscula ventana al fondo del local, presidiendo una barra de bar sobre la que se apoyan dos señores de mediana edad aletargados. En la silla lateral izquierda de la citada mesa, una señora setentona de complexión extremadamente delgada. Sentado al frente, un joven de medianas proporciones aunque vientre prominente que sujeta un vaso de coñac medio vacío (véase medio lleno). Sobre la mesa, un cenicero repleto de colillas que sustenta un cigarrillo en proceso de consumición, y un vaso de kalimotxo, lleno, del lado de la señora. Próximas a la mesa, otras cinco mesas rodean una columna que ocupa el centro del local. Dos de ellas, vacías. Tres albergan grupos parlantes de entre tres y cuatro personas, todos ellos de mediana edad.

            (Se levanta el telón, se oyen unas risas exageradas y agudas, procedentes de la señora setentona, DOÑA EULALIA, que aspira una calada de su cigarrillo tras beber un trago de su vaso de kalimotxo para aclarar la garganta. SIMÓN, su joven acompañante, la observa por el rabillo del ojo, encolerizado. DOÑA EULALIA, vestida con galas rosas de cabaretera, maquillaje exagerado, y excéntricamente enjoyada. SIMÓN, de calle, viste un sencillo pantalón gris marengo, una camisa blanca cerrada hasta la nuez, y tirantes rojos).

            DOÑA EULALIA. ¡Tiene un morbo exagerao! Voy a tener distracción por las noches.

            SIMÓN. Y yo por las mañanas...

            DOÑA EULALIA. ¿Y eso se traduce en...? ¿Y a qué se debe la velada de esta noche? Suelo permanecer poco tiempo en estos suburbios, yo soy más de la calle.

            SIMÓN. ¡¿Bromea, señorita?! ¡Va a ser fascinante!

            DOÑA EULALIA (Con aires de altivez). Eso, querido mío, no lo dudo.

            SIMÓN. Pero... ¿Qué ocurre si mezclamos un lindo gatito...?

            -Ambos, con desidia, exclaman al unísono: “¡Con una linda gatita!”-

            DOÑA EULALIA. Pero, pudiendo invertir deseos en cosas bellas...

            SIMÓN (Indignado). ¡Eso sería una osadía! Toda persona de bien es altamente conocedora de que los deseos han de invertirse, salvo en caso de flagrante necesidad, en cosas con niveles aceptables de vanidad y, si son aceitosas, mejor aún.

            DOÑA EULALIA. ¿Eres capricornio?

            SIMÓN. Pero, ¡¿Qué preguntas son esas?! Eso sería como preguntar a un ladrón si todos son de su condición. ¡Pues claro que sí! ¡¡Exijo rauda una explicación sobre las dudas!!

            DOÑA EULALIA. No haila.

            SIMÓN (Obstinado en su indignación). ¡Pardiez! ¡Habráse visto algo igual! ¡¡Esto es el acabóse!!

            DOÑA EULALIA (desdeñosa). ¡Toma un trago y calla!

            SIMÓN. Magnificas demasiado los sentimientos, ese es tu problema.

            DOÑA EULALIA. Si tienes alguno que estés dispuesto a intercambiar, tal vez cabría una negociación.

            SIMÓN. Tal vez la concupiscencia no esté en el alma, sino en el paladar.

            DOÑA EULALIA. ¿Acaso crees que eso solucionaría algo?

            SIMÓN. Ciertamente lo creo.

            DOÑA EULALIA (Entre asombrada y dubitativa). ¿Realmente crees algo tan ridículamente evidente?

            SIMÓN (Tranquilamente). He dicho.

            DOÑA EULALIA. Bien... no esperaba semejante razonamiento de alguien como tú. Yo también lo creo.

            SIMÓN. ¿Y bien...?

            -Tras dudar ambos por unos instantes, se besan aparatosamente-.

            DOÑA EULALIA (Retocándose con leve disimulo el moño barroco). Cosas más raras se han visto, desde luego.

            SIMÓN. Dermatológicamente testado. Por azares del destino, por supuesto.

            DOÑA EULALIA. Ni duda cabe. Los avatares de la vida. Las cosas han cambiado.

            SIMÓN. Y los tiempos, señorita, y los tiempos.

            DOÑA EULALIA. Ni que decir tiene, que me siento orgullosa de no haber cambiado con ellos. (Con prepotencia) Tú, por desgracia para ti, ni tuviste oportunidad.

            SIMÓN. ¡Hay que ser desgraciado!

            DOÑA EULALIA (Le interrumpe). ¡Pero erótico!

            SIMÓN (Seguidamente). Ciertamente.

            DOÑA EULALIA. ¿Qué decías?

            SIMÓN. No recuerdo.
           
DOÑA EULALIA (Asombrada). ¡¿Nada?!

            SIMÓN. ¡Nada! Apenas balbuceos. (Tono intrigante) Como ves, de un tiempo a esta parte, tengo claras muchas cosas...

            DOÑA EULALIA. ¡Eso no justifica tu comportamiento animal!

            SIMÓN. No, pero lo excusa.

            DOÑA EULALIA (Notoriamente molesta). Pero no justifica tu comportamiento, ¡animal!

            SIMÓN. Cuando quieres te pones bastante racial.

            DOÑA EULALIA. Evolucionar quita muchas vendas de los ojos.

            SIMÓN. Involucionar también, no lo olvides. El indígena ecuatoriano siempre lo dice.

            DOÑA EULALIA. Y tú siempre lo reiteras. Redundantemente cierto.

            SIMÓN (Entre carcajadas). Mírate desde afuera, ¡Pareces un ángulo obtuso!

            DOÑA EULALIA. Se dice vetusto, Simón. Has bebido demasiado...

            SIMÓN (Con parsimonia). No lo suficiente, señorita.

            DOÑA EULALIA (Exaltada). ¡Estás agresivo esta noche, Simón!

            SIMÓN. Es algo estudiadamente impulsivo.

            DOÑA EULALIA. Me lo temía...

            SIMÓN. Eso no condiciona nada.

            DOÑA EULALIA. Todo acto humano está inevitablemente condicionado.

            SIMÓN. ¡No me cambies de tema!

            DOÑA EULALIA. Hablas en un tono demasiado impertinente como para no haber ido nunca a la universidad.

            SIMÓN (Justificándose). ¡En la universidad sólo se aprenden universalidades!

            DOÑA EULALIA. ¡Sí, hijo, sí! Tú eres sólo relativamente.

            SIMÓN. Como todo.

            DOÑA EULALIA (Entre dientes, en un arrebato de lucidez. Tono medianamente trágico). Como todos...

            SIMÓN. Debes estar atravesando la típica crisis mística de los treinta y cinco.

            DOÑA EULALIA (Venida a más). ¡Y tú la de los trece!

            SIMÓN. ¡Eso no me lo dices desde una óptica rococó! –añade- ¡Y en la calle!.

            -Ambos  ríen estruendorosamente-.

            DOÑA EULALIA. Me siento desconsoladamente triste.

            SIMÓN. Será desordenadamente.

            DOÑA EULALIA. Pues eso mismo, en otro orden de cosas.

            SIMÓN. Tienes razón, creo que pediré otro coñac.

            DOÑA EULALIA. Que sean dos.

            SIMÓN. Eso está hecho. ¡¡Camarero, dos copas de coñac!! 

            -El camarero, desde la barra, responde con un gesto de retroalimentación y sirve sendas copas-.

            DOÑA EULALIA. ¿Te has detenido alguna vez a mirar los puestos de fruta? Las manzanas rojas de los puestos de fruta se obstinan tanto en ser estáticas, que su pueril cometido alcanza las más supremas cotas de perfección que una sola persona puede imaginar.

            SIMÓN. Vertiginosamente cierto.

-Vuelven a besarse, esta vez menos aparatosamente-.


DOÑA EULALIA. Sin duda, mejor que antes.

SIMÓN. Es verdad.

DOÑA EULALIA. Es una verdad absoluta.

SIMÓN (Eufórico).  ¡Qué verdad tan grande!

DOÑA EULALIA. No te excedas, pequeño. Toma un trago.

-Ambos beben un trago largo-.

SIMÓN. Creo que tienes un problema de adicción.

DOÑA EULALIA. ¿Lo dices por mis asuntos turbulentos relacionados con los perfumes de imitación?

SIMÓN. Entre otras sustancias tóxicas.

DOÑA EULALIA. Envidias mi sobriedad... completamente de acuerdo. Pero la vida es breve.

SIMÓN. Y leve, sí, muy leve...

DOÑA EULALIA. Y en eso estamos.

-DOÑA EULALIA mira fijamente al infinito. Mientras, SIMÓN, que parece haberse topado de bruces con una realidad antes evasoria, hace mutis por el foro, con claros signos de aturdimiento, como empujado por una mano divina invisible-.

(Se baja el telón).










M. Itsasne