12/4/12

Un claustro azul y gris

Era temprano por la mañana. Demasiado temprano para una mañana fría, un martes más de madrugar para salir de casa casi antes que el sol. Ese día la calle en el barrio del Besòs estaba más desierta de lo habitual; de hecho, juraría que no me encontré con nadie en todo el camino hacia el bar. Siempre me ha gustado ir a los bares por la mañana… para desayunar, se entiende: empinar el codo todas las mañanas a las ocho es algo que reservo para mis cuarenta. El bar, "Casa Paco", regentado por un chino joven de flequillo largo azabache y chaqueta de cuero permanente, solía estar sin clientes a esas horas. Solo conforme mi pan tumaca estaba a medio devorar y mi zumo de naranja a medio tomar, entraban un par de personas. Solía yo pasar 20 minutos, a veces media hora, comiendo tranquilamente mientras veía las noticias en la tele, a las que el chino nunca prestaba atención. Y todos los días, cuando ya había acabado el desayuno y simplemente me dedicaba a ver el telediario, entraba un grupo de cuatro mujeres de unos sesenta años. Transmitían mucha energía en cada conversación y, además, un buen humor casi impropio para una mañana laboral más. Pero sin duda ellas ya no trabajaban; cada una se tomaba un café solo en unas tazas minúsculas para después lanzarse a la calle, andando excepcionalmente rápido y moviendo los brazos de forma exagerada. “Esta es su forma de practicar deporte", pensaba yo.
Sin embargo, esa mañana yo era el único cliente que había. Por un momento pensé en el trabajo del chino: no tenía más que abrir el bar todas las mañanas y dedicarse a servir cafés en un local que se sentía bastante cálido y tranquilo, mientras permanecía sentado tras la barra leyendo el periódico a ratos. Pero luego recordé que cada profesión tiene sus más y sus menos, así que no le di importancia. La separación entre la cocina del bar y la zona de la barra consistía en un espejo falso, de esos que son transparentes desde un lado y reflejan la imagen desde el otro. Esa mañana, aburrido de las noticias, me dedicaba a mirarme a mi mismo en el espejo. Me vi sentado y con bastante buena cara, a pesar de sentir un cansancio intolerable. Me pareció curioso no aparentar nada ni remotamente cercano a como me sentía; me puse a pensar en como nos ven los demás y como los vemos a ellos. Mirar a una persona, aunque pueda revelar miles de cosas, apenas si toca la punta del iceberg de lo que realmente es y siente. Y mirándome en el espejo, por un momento, me creí mi propia imagen. Luego recordé que al otro lado estaba la cocina, que el chino estaba dentro y sin duda podía estarme observando sin que yo me diera cuenta. Aparté inmediatamente la mirada y me puse de pie para pagar el desayuno y marcharme. Y efectivamente, justo al incorporarme, salió el chino de la cocina dispuesto a cobrar. Le pagué y me hizo una muy leve reverencia mientras mantenía una mirada tranquila, que no decía ni fu ni fa; una mirada de lagarto muy propia de los asiáticos. Le dije que iría un momento al servicio antes de irme y dejaría mi abrigo junto a la barra un momento. Asintió con la cabeza y, diciendo "ahora mismo", cogió un pequeño mando a distancia y pulsó un botón. Para mi sorpresa, el mando abría electrónicamente la puerta que daba al servicio. Me pareció muy extraño: no solo esa preocupación por la seguridad, sino el hecho de que se trataba de una puerta vieja, en un estado bastante lamentable. No podía esa puerta tener un cierre electrónico, pero así era. Me dispuse a entrar y vi que no daba al servicio mismo, sino a un pequeño pasillo. La puerta se cerró detrás de mí y me pregunté si además se habría cerrado a cal y canto. Quise probar a abrirla, pero mi vejiga mandaba más en ese momento y entré en el servicio directamente. El servicio era un cuadrado pequeño con un retrete, una pared llena de tubos y una pequeña ventana que daba a un patio interior. Me pareció gratamente tranquilo y me dieron unas ganas locas de dormir; el patio interior estaba en penumbra y se oía el sonido de algún aparato vibrando, como en todos los patios interiores de ciudad. Abrí la ventana para verlo mejor. Era un patio sucio, de paredes mohosas, de conductos de ventilación y macetas que alguien había colocado allí. A pesar de su aspecto, algo en él me atrajo profundamente. Algo en él transmitía un placer extraño; es el placer de aquellos sitios que no son nada, que están libres de presencia o sentimiento o expectativa humana. Era solo un patio, y estaba ahí porque tenía que estar. Eso lo convertía en un pequeño rincón del mundo que era libre… libre en un sentido que lo hacía diferente a cualquier calle, parque, bosque, monte o playa. Me reí ante la idea de que un patio mohoso pudiera tener algo especial que ni el más hermoso paisaje podría nunca tener. Pensando eso, apoyado en una de las paredes, me di cuenta de que no era realmente una pared, sino una especie de puerta de madera. Parecía la puerta de un armario empotrado. Pensaba que en su interior solo habría cables y, quizás, el contador del agua. Tiré del pequeño pomo metálico y la puerta se abrió. Tuve que apartarme, ya que la puerta daba con la pared de en frente de aquel WC minúsculo. Al abrir me encontré con que era una puerta que daba al patio. Los sonidos de este se amplificaron en un segundo al asomar mi cabeza, como cuando uno abre la ventana al despertar de una siesta a media tarde. Se oía además el canto de varios pájaros en lo alto y un aire frío, casi refrigerado, me entró por la nariz al instante. Aquel rincón del pequeño patio, inaccesible a la vista desde la ventana, tenía sus paredes llenas de macetas colgadas, tiestos con una especie de arbusto que sin duda había crecido descontroladamente durante meses. Di dos pasos hacia dentro y me quedé mirando al cielo: un cielo que en ese momento era un cuadrado azul unos 10 pisos más arriba. Sentí entonces que tenía yo algo que hacer en ese patio. La idea era absurda, ¿qué podría hacer en un sitio así, más que dejarlo y volver al bar? Miré el reloj, se estaba haciendo tarde. “El trabajo espera”, pensé. Y no es que me preocupara llegar tarde, es que no se me ocurrió nada que hacer en ese patio. O, mejor dicho, nada más que hacer; porque plantarme de pie en ese patio, aunque solo fuera por un minuto, me había tocado profundamente de una manera que no sé identificar. Quizás un día me encuentre de pie en un patio como ese y, entonces, sabré lo que ese sitio me ha hecho o dado. Porque los lugares otorgan cosas a los seres vivos que los habitan y transitan, a menudo más de lo que un humano da al espacio que lo rodea.