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el ortobú |
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er pueblo Los Jíbaros |
4.
Un bache de la carretera me trajo de vuelta de aquel sueño en el que ya estaba empezando a naufragar y aterricé en la realidad en cuestión de segundos. Jan y Gregorio seguían a lo suyo, reían y miraban por la ventana desenfadados como chiquillos. Gregorio se volvió hacia mí y me sacudió en el hombro con una señora palmada que sonó como cuando te caes de plancha en el agua,
- Amoh pisha, que tah quedao frito...
Me sentía mareado y tenía un terrible sabor de boca ácido y pastoso. Bebí un trago de agua (¿de agua?, ¿pero qué demonios era eso?) y levanté la cabeza por encima del asiento para ver cómo iba el personal. Delante de Jan y Greg iba una chica tumbada en los dos asientos. Me dio por pensar en aquella rubia que conocí unos meses atrás, en las fiestas de Cruces. Los primeros días venía a mi habitación y me enseñaba sonriente el tatuaje de su ingle. Yo lo único que le enseñaba eran canciones mías que no le interesaban un pimiento, pero para ella compartir gustos era lo de menos. A ella solo le interesaba poder coincidir conmigo en una cosa. Cada día que venía a visitarme acercaba más y más su ingle a mi cara, hasta que un día conseguí incluso verle un tatuaje de mariposa que, por cierto, era de esos que vienen en las bolsas de patatas fritas, allá donde el pubis comienza a hacer valer su nombre. Yo siempre me levantaba y me meneaba incómodo de aquí para allá, dando vueltas por la habitación. Me ofuscaba no saber identificar dónde residía mi interés por aquella muchacha. Aunque era verdad que toda belleza femenina me atraía, algo me impedía tocar aquella piel blanquecina en la que se marcaban sus venas y esas caderas a las que aún les quedaba mucho por decir. Se tumbaba en mi cama descalza y retozaba como una gata, y yo fumaba y le preguntaba tonterías. La misma noche en que la eché de mala manera para no volver a verla más, se me ocurrió que podría escribirle algo, una carta o un poema, yo que sé, nunca se la escribí, algo así como:
Caes desde el cielo como una tormenta de verano
imprevisible;
yo te miro y sonrío, tú sonríes, yo soy tímido,
tu eres valiente, libre, adolescente,
tu corazón habla de rescates y pétalos,
el mío es una piedra perdida entre los cantos de un río... bla bla bla... pecas salpicadas en tus pómulos, naranjas como... bombonas de butano...
Tras un buen ratín de viaje y divagaciones, llegamos finalmente al pueblo. Un gran cartel medio empotrado en un árbol y oculto por las ortigas no me dejó leer bien el nombre: ¿Los Jíbaros?
Unos compis de viaje nos dijeron que en realidad la fiesta estaba un pelín más lejos, vamos, unos kilómetros de nada, y que había que continuar caminando. Bajamos. Los tres miramos alrededor, impresionados por la contundente demostración de fertilidad de la que era capaz la primavera en los territorios de su jurisdicción. Hacía un tiempo espectacular, todo tipo de fragancias se mezclaban con el silencio y el aire tibio para hechizarnos al instante. Jan y yo nos miramos sonrientes. Ambos lo interpretamos bien, aquella sensación que renacía tras meses en la ciudad era el mejor telón de fondo para la sesión de libertinaje que nos esperaba.
Según bajábamos del autobús, parecía que habíamos tomado el pueblo como una plaga de langostas, aunque por la cara de susto de los locales yo diría que a las langostas en comparación les preparaban un comité de bienvenida. Una señora madura bien entrada en kilos y en años que se dirigía al supermercado, pasó tan cerca nuestro que la cara le cambió de repente a un rictus de inmenso desagrado. Uno de los de la comitiva nuestra, que vestía una chaqueta de cuero tintineante y llevaba una cresta enorme y roja que en vez de destacar parecía entonar con las flores de algunos aloes de las colinas de alrededor, se la quedó mirando:
- Qué paza, no vé que zomo un grupo de actore pa una pelicula del apocalici... que no zabe que pagan mu bien o qué...- se giró y nos guiñó un ojo mientras quebraba la armonía de los cánticos celestiales de los pajarillos abriendo una enorme lata de cerveza con una piedra.
- ¿Qué quiere que haga? Ce le ha arrancao la anilla a la lata, joé... no paá ni una compae...
Justo al lado de la parada había un supermercado donde pudimos hacernos con más víveres. El local era bastante pequeño y lo llevaba una familia del pueblo cuyos miembros se miraban entre ellos divertidos por una situación que, fiel a su cita, ayudaba a crecer al negocio. Tras agarrar lo primero apetecible que vimos, nos pusimos a la cola de la cola, que avanzaba lenta y aburrida como un palomo viejo. La causa se hallaba en un tipo que, en el momento de pasar por caja, le dio un ataque y se puso a correr hacia atrás como un descosido, empujándonos a todos los que hacíamos fila, pues ni miraba ni se detenía. Después de un minuto de forcejeos, alguien debió ceder que caímos todos al suelo como en una loca partida de twister. Luego, el hombre pareció como que despertaba y comenzó a excusarse con todo el mundo mientras decía, sin parar de repetirlo, que es que a menudo le pasaba que lo horizontal le parecía vertical y que sentía que se caía por un precipicio y que no podía controlarlo, que siempre había sido de ir a contracorriente... Luego, aprovechando la confusión, y que el padre de la familia metía ya la mano por debajo del mostrador, se marchó corriendo sin pagar lo que se llevaba escondido en el sobaco: una gran bolsa de papel higiénico.
Al salir del super le volvimos a ver. Charlaba con otro tipo en la puerta de un bar que había en el parking y parecía querer endosarle un rollo de papel por unos euros de nada. La taberna, de corte rústico, se presentaba al mundo con un cartel medio colgando en el que se podía leer “Bar el Ápice”. Jan escuchó decir a alguien que alguien había dicho que había escuchado que allí dentro vendían la priva a mitad de precio y decidimos entrar para completar el cupo de nuestro sustento. ¡Claro!, ¿por qué no? Parecía que estábamos de suerte.