Hice el amago de irme, pero empecé a pensar en las pocas posibilidades de sobrevivir que tendría el animal dado su lamentable estado. De modo que fui al paquistaní más cercano, compré una bayeta grande y pedí una bolsa de plástico para poder envolverlo y llevármelo (así amortiguaba su cuerpo y, dicho sea de paso, me aseguraba yo de no tener que cantar la de "bicho malo pillé"). Temía que al volver hubiera muerto, pero seguía vivo y resistiendo. Volví a consultar mi teléfono para localizar la clínica veterinaria más cercana, levanté al pájaro del suelo y caminé varias manzanas con él hasta llegar a mi destino. La gente se me quedaba mirando por la calle. Seguramente la imagen era curiosa, dado el contraste entre mi camisa de cuadros abotonada, mis pantalones "de raya" y el aspecto sucio, mojado y lamentable que tenía la rapaz. Mientras caminaba el pájaro tenía los ojos cerrados; la única señal de que estaba vivo era su respiración, que sentía yo en mis manos. De vez en cuando lo alzaba y lo miraba cara a cara para examinarlo; entonces abría los ojos, unos ojos grandes y negros, y me miraba sin miedo. En un par de ocasiones forcejeó para escapar de mis manos, lo que demostraba que aun le quedaban fuerzas. La segunda vez lo consiguió y, en lugar de salir volando como evidentemente era su intención, cayó al suelo dando un golpe seco contra la acera. Pero ahí seguía, respirando, con los ojos abiertos, como si el golpe no fuera nada. Lo volví a coger y en unos minutos llegué a la clínica. "Solo gatos y perros", se limitó a decir el hombre que estaba en recepción. Volví a localizar otra clínica cercana. Me atendió un señor con bata blanca que insistió en que el pájaro estaba casi muerto, a pesar de que le dije que le quedaban energías. "No merece la pena, hágame caso. Lo mejor es sacrificarlo". El pájaro seguía en mis manos con los ojos abiertos de par en par. ¿Cómo sacrificar a una criatura que rebosa vitalidad? No era posible. Le pregunté al hombre qué opciones tenía, dado que no quería atenderme. Me miró como si yo estuviera loco y me mandó al centro de especies exóticas. "Allí sabrán qué hacer con tu pájaro", dijo.
El centro estaba lejos, así que cogí un taxi. Tras 15 minutos llegué. La taxista era una señora que escuchó lo que yo estaba haciendo y al final del viaje no aceptó mi dinero. "No te voy a cobrar por salvar a un animal", me dijo para mi sorpresa. Como ni siquiera sabía si llevaba suficiente para pagar el viaje, no insistí y me bajé tras darle las gracias. En el centro me encontré a una mujer joven con una bata verde que inmediatamente me hizo un presupuesto estimado: 28 euros por cada día de ingreso del animal hasta su total recuperación, unos 30 en medicamentos y unos 60 euros por una radiografía y otras "pruebas de imagen" que pudieran ser necesarias. Pensé en la criatura mirando con extrañeza un aparato de rayos x mientras era examinada. A punto estuve de aceptar, no era menester abandonar al pájaro después de más de una hora dando vueltas para salvarlo. Entonces me dijo que, dado que el animal no era mio, lo más normal es llamar al servicio de recogida de animales, que vendrían a recogerlo donde yo estuviera y le darían atención médica. Me pareció la opción más apropiada, de modo que busqué el número del centro en internet con el móvil (nunca me ha resultado más útil el dichoso cacharro) y esperé. Durante ese tiempo estuve con el pájaro en una zona de la calle entre el sol y la sombra; el frío podría haberle producido una bajada de tensión y el sol directo un golpe de calor, así que me pareció lo más correcto. En 20 minutos se presentó una muchacha joven que conducía una furgoneta llena de jaulas para perros, gatos y pájaros. Le dije lo que uno de los veterinarios me había propuesto (acabar con él) y su cara mostró una clara expresión de asco hacia aquel hombre. Con suavidad recogió al ave de mis manos y la metió en una jaula, asegurándome que se haría todo lo posible y que no se lo veía en tan mal estado. "Ahora mismo va directamente a una perrera, pero en seguida lo derivarán a un centro de aves", me dijo. Me vino a la mente la imagen del pájaro ahí en la perrera, entre ladridos, como un paria, esperando un nuevo destino.
Ignoro lo que ha sido del pájaro. Quizás a estas horas ya esté muerto; o quizás haya sobrevivido después de todo. Es mi predilección creer lo segundo, que se recuperará de sus heridas, que se convertirá en un ave cazadora grande y rebosante, que mientras viva llevará consigo la marca indiferente de unas manos anónimas que, en un momento dado, le salvaron la vida.