13/5/12

ragnarök






En un pequeño pueblo donde nunca pasa nada... un día el tiem-po-se-de-tu-vo. La perseverancia y la eficaz influencia de las estaciones se hicieron a un lado: cesó el calor... ni aparecieron las inevitables moscas. Un momento de intercambio, de viraje estacional, un escollo orbital cubierto de algodón, sin nubes, sin brisa.

Las gentes plegaron sus labios, miraron al cielo y temieron. Temieron por ellos, por sus familias, por sus tierras, sus hogares, descolgaron sus banderas, cerraron sus libros, quemaron sus credos, escondieron sus matrículas... apagaron sus vidas. Había llegado Ragnarock.

Los coloridos equipajes de los turistas desaparecieron. Una quinta estación, un pueblo perdido, uno más en el mapa del mundo, una ínfima barriada dejada de la mano del olvido. Ocurrió algo inesperado que a todos sorprendió por la extravagancia del inicio, y temerosos después por la certeza de su irreversibilidad echaron llave y se escondieron bajo mantas polvorientas en los rincones más oscuros de los desvanes: no era honroso ni inocente, nadie comunicó sus sensaciones, fueron directamente a guardar sus orgullos a los rincones más sucios y a las bodegas más oscuras. Conocían quizás el fatal desenlace. Solo quedaba pensar por el dolor. Empezó a silbar un viento rojo en las calles desiertas y tan sólo unas luces y humo de brasas dejaban constancia de que aún latían y respiraban algunos. Un hombre viejo, escondido solo en su casa, tapado con una manta junto al fuego sujetaba unas hojas secas y amarillentas:

"al fin el cielo abrió su boca. Nunca fue libertad, sino contrarreloj, nunca fue eternidad, sino un rato largo concedido a partir de un descanso, el que se toman los gigantes hasta su próxima fiesta. Ahora es cuando sirven todas las horas de desperdicio, nuestras artes e invenciones... fruto de la añoranza..., algo que ellos nos tomen en cuenta, que sepan valorar, que les inspire lástima de nosotros, pobres mortales caducos y enfermos... quizás a cambio de una prórroga. O aún no es tiempo para ello, o lo fue, o lo es, pero aún mantiene el interruptor sus telarañas."

Estos pensamientos, escritos en una hoja amarillenta que el anciano sostiene, se difuminan dando paso a una presentación lanzada desde el campanario de la iglesia en la plaza del pueblo, aunque no había oídos para escucharla:

Hola, me llamo tiempo y soy un ladrón.
Apaga la luz y verás mi segundero, 
me llevo tus latidos y prosigo 
en un resplandor incierto. 

Desde una colina lejana, avista un pastor al pueblo melancólicamente ocre, sumido en una oscuridad atrapada en mitad de un anillo de centellas. Atardece, y alrededor, a través de la campiña, empieza a surgir un cinturón de haces iluminado por un fulgor violento, acompañado del olor de la carne chamuscada de codorniz y de maíz asado, suena un terrible chirrido, como de gozne anticuado, un pico de bella bestia que se abre para aullar, para graznar, una falla mortal y burlesca... ¡Cruel, infame, injusto! ¡Por qué aquí! ¡Por qué a nosotros! ¡Por qué así! Eso lo dice otro hombre que, indigente, espera en la misma calle arrodillado. Quiere ser el primero en verlo y terminar sus días despierto, en tocarlo e irse para siempre, en intentar al menos mascullar un agradecimiento por lo ya vivido mientras se abrasa su piel, y su carne toda, y sus sustento entero.

"Sostenerse y caminar, para lamer el mar de llamas no necesito mis piernas, ni cuatro paredes, ni lugares, públicos o privados, al aire libre pido permiso, puente, museo, camino, horizonte, pabellón, oficina... ni cal ni ladrillo, ni huerto ni cerro, ni acero ni vidrio, solo ebrio de certezas". La tortura del que no está sino a la sombra de alguna especie de árbol que siempre da sombra, día y noche también, al abrigo de algo que nos separa del cielo y la tierra y el granizo que quebranta el más duro de los cráneos. No lejos de allí corre un labrador despistado sosteniéndose en un palo. El manejo y la herramienta. Lo alza, lo agita, suspira, traga saliva y pánico. Su alma se acaba de dispersar en miles de virutas de ceniza. El suspiro final que es posible solo al amparo del caos, donde las almas finas esculpen su aliento a la vista del fuego que se aproxima, ese que, nadie lo diría, surge de las noches de montaña, donde las hojas urden el plan último de las cosas...

y esa lengua invisible y helada que nace en las desiertas laderas, espacios sin tiempo, sin consciencia que ocupe, sin garganta que exclame arrebatada por la impresión... un error sin cuerpo que sin permiso se transforma en el fuego más violento, en la avalancha arrolladora que limpia la tierra de vergüenzas, la sublime ola fértil del volcán, vómito laxante que provoca la catarsis del hombre lombriz, la limpieza más agresiva de la piel y el pelo, la victoria de las hormigas sobre el obstáculo del sum, el eterno son que viajaba más lento que la luz, caído del cielo celeste, el icono que dio forma a nuestro pensar...

La hoja vanidosa cae del árbol cuando está viejo y no tiene qué perder. Con sagacidad piensan todos ellos, candidatos a perecer injustamente, pero todo está ya dispuesto y nada vislumbrado, a través de la niebla de la ceniza que han creado todos los manuscritos de las eras, llega al fin lo inimaginable ¿Dónde, de dónde? No es nunca futuro, el fin se presenta sin llamar y viene de un lugar muy remoto.