7/5/12

Me guió al chaparral desértico. Caminamos cosa de media hora y llegamos a una pequeña área circular libre de vegetación, un sitio de unos cuatro metros de diámetro donde el suelo rojizo estaba apisonado y perfectamente plano. No había, sin embargo, señas de que el espacio hubiera sido desmontado y apla­nado con maquinaria. Don Juan se sentó en el cen­tro, mirando al sureste. Señaló un sitio como a metro y medio de distancia y me pidió sentarme allí, dán­dole la cara.
‑¿Qué vamos a hacer aquí? ‑pregunté.
Tenemos una cita aquí esta noche ‑respondió.
Escudriñó los alrededores con rápida mirada, giran­do sobre su eje hasta hallarse de nuevo mirando al sureste.
Sus movimientos me alarmaron. Le pregunté con quién teníamos cita.
‑Con el conocimiento ‑repuso‑. Digamos que el conocimiento anda merodeando por aquí.
No me dio oportunidad de pensar en su críptica respuesta. Rápidamente cambió el tema y en tono jo­vial me instó a portarme con naturalidad, es decir, a tomar notas y hablar como hubiéramos hecho en su casa.
Lo que más presionaba mi mente en esos instantes era la vívida sensación que, seis meses antes, tuve de "hablar" con un coyote. Ese evento significaba que por vez primera fui capaz de visualizar o aprisionar, con mis cinco sentidos y en total sobriedad, la des­cripción mágica del mundo: una descripción en que la comunicación a través de palabras con los animales era asunto rutinario.
‑No vamos a ponernos a revivir ninguna expe­riencia de tal naturaleza ‑dijo don Juan al oír mi pregunta‑. No es dable que le des tal atención a los hechos pasados. Podemos tocarlos, pero sólo como referencia.
‑¿Por qué motivo, don Juan?
‑Todavía no tienes suficiente poder personal para buscar la explicación de los brujos.
‑¡Entonces hay una explicación de brujos!
‑Claro. Los brujos son hombres. Somos criaturas del pensamiento. Buscamos aclaraciones.
‑Yo tenía la impresión de que mi gran falla era buscar explicaciones.
‑No. Tu falla es buscar explicaciones convenien­tes, explicaciones que se ajustan a ti y a tu mundo. Lo que no me gusta es que seas tan razonable. Un brujo también explica las cosas en su mundo, pero no es tan terco como tú.
‑¿Cómo puedo llegar a la explicación de los brujos?
‑Acumulando poder personal. El poder personal te hará deslizarte con gran facilidad y entrar en la explicación de los brujos. La explicación no es lo que, tú llamarías una explicación; sin embargo, aunque no aclara el mundo ni sus misterios, los hace menos pavorosos. Ésa debería ser la esencia de una explicación, pero no es eso lo que tú buscas. Tú andas detrás del reflejo de ti y tus ideas.
Perdí el impulso de hacer preguntas. Pero su sonrisa me invitaba a seguir hablando. Otro asunto de gran importancia para mí era su amigo don Genaro y el extraordinario efecto que sus acciones habían surtido en mi. Cada vez que entraba en contacto con él, experimentaba distorsiones sensoriales de lo más, extrañas.
Don Juan rió cuando planteé mi pregunta.
-Genaro es estupendo -dijo‑. Pero no tiene sen­tido por ahora hablar de él ni de lo que te hace. Tam­poco tienes suficiente poder personal para desenvol­ver ese tema. Espera a tenerlo, y entonces hablaremos.
‑¿Y si nunca lo tengo?
-Si nunca lo tienes, nunca hablaremos.
‑Al paso que voy, ¿tendré alguna vez el suficien­te? ‑pregunté.
‑De ti depende ‑respondió‑. Yo te he dado toda la información necesaria. Ahora es responsabili­dad tuya ganar suficiente poder personal para incli­nar la balanza.
‑Habla usted en metáforas -dije‑. Hábleme claro. Dígame exactamente qué debo hacer. Si ya me lo dijo, digamos que lo olvidé.
Don Juan chasqueó la lengua y se acostó, con los brazos detrás de la cabeza.
-Tú sabes exactamente lo que necesitas ‑dijo.
Respondí que a veces creía saberlo, pero que la mayor parte del tiempo carecía de confianza en mi mismo.
‑Me temo que confundes las cosas ‑dijo‑. La confianza de un guerrero no es la confianza del hom­bre común. El hombre común busca la certeza en los ojos del espectador y llama a eso confianza en sí mis­mo. El guerrero busca la impecabilidad en sus propios ojos y llama a eso humildad. El hombre común está enganchado a sus prójimos, mientras que el guerrero sólo depende de sí mismo. Andas en pos de lo impo­sible. Buscas la confianza del hombre común, cuando deberías buscar la humildad del guerrero. Hay una gran diferencia entre las dos. La confianza implica saber algo con certeza; la humildad implica ser impe­cable en los propias actos y sentimientos.
‑He tratado de vivir de acuerdo con sus consejos ‑dije‑. Tal vez no sea yo lo mejor, pero soy lo mejor de mí mismo. ¿Es eso impecabilidad?
‑No. Debes ser aún mejor. Debes empujarte siem­pre más allá de tus límites.
‑Pero eso sería una locura, don Juan. Nadie pue­de hacer eso.
‑Muchas cosas que haces ahora te habrían pareci­do una locura hace diez años. Las cosas esas nunca cambiaron, pero sí cambió tu idea de ti mismo; lo que antes era imposible es ahora perfectamente posi­ble, y a lo mejor el que logres cambiarte por comple­to es sólo cuestión de tiempo. En este asunto, el único camino posible para un guerrero es actuar directamente y sin reservas. Ya conoces el camino del guerrero lo suficiente para desenvolverte bastante bien; pero te salen al encuentro tus malas costumbres.
Comprendí a qué se refería.
‑¿Cree usted que escribir es una de esas malas costumbres que debo cambiar? ‑pregunté‑. ¿Debo destruir mi nuevo manuscrito?
No contestó. Se puso en pie y se volvió a mirar el borde del matorral.
Le conté que había recibido una cantidad de cartas en las que diversas personas me señalaban el error de escribir acerca de mi aprendizaje. Citaban como pre­cedente el hecho de qué los maestros de las doctrinas esotéricas orientales exigían discreción absoluta con respecto a sus enseñanzas.
‑Capaz si esos maestros tienen el vicio de ser maes­tros ‑dijo don Juan sin mirarme‑. Yo no soy maes­tro. Yo soy solamente un guerrero. No sé en realidad qué es lo que uno siente como maestro.
‑Pero quizás estoy revelando cosas que no debería, don Juan.
‑No importa lo que uno revela ni lo que uno se guarda ‑dijo‑. Todo cuanto hacemos, todo cuanto somos, descansa en nuestro poder personal. Si tene­mos suficiente, una palabra que se nos diga podría ser suficiente para cambiar el curso de nuestra vida. Pero si no tenemos suficiente poder personal, se nos puede revelar la sabiduría más grande y esa revelación nos importaría un ajo.
Luego bajó la voz como si me estuviera revelando un asunto confidencial.
‑Voy a decirte algo que a lo mejor es la mayor sabiduría a la que uno puede dar voz ‑dijo‑. A ver qué haces can ella.
"¿Sabes que en este mismo instante estás rodeado por la eternidad? ¿Y sabes que puedes usar esa eterni­dad, si así lo deseas?"
Tras una larga pausa, durante la cual un sutil mo­vimiento de sus ojos me instaba a rendir alguna for­mulación, dije no entender de qué hablaba.
‑¡Allí! ¡La eternidad está allí! ‑dijo, señalando el horizonte.
Luego apuntó hacia el cenit.
‑O allí, o quizá podamos decir que la eternidad es así.
Extendió los brazos para señalar al este y al oeste.
Nos miramos. Sus ojos contenían una pregunta.
‑¿Y qué me dices de esto? ‑inquirió, animándo­me a meditar sus palabras.
No supe qué responder.
‑¿Sabes que puedes extenderte hasta el infinito en cualquiera de las direcciones que he señalado? ‑prosiguió‑. ¿Sabes que un momento puede ser la eternidad? Esto no es una adivinanza; es un hecho, pero sólo si te montas en ese momento y lo usas para llevar la totalidad de ti mismo hasta el infinito, en cualquier dirección.
Se me quedó mirando.
‑Antes no tenías este conocimiento ‑dijo, son­riendo‑. Ahora es tuyo. Te lo he dado, y sin embar­go no importa nada, porque no tienes suficiente po­der personal para utilizar mi revelación. Pero si lo tuvieras, sólo mis palabras serían el medio para que acorralaras toda tu totalidad, y sacaras la par­te que manda, de estos límites que la contienen.
Vino a mi lado y me tocó el pecho con los dedos; fue un golpe muy ligero.
‑Estos son los límites de los que hablo ‑dije Uno puede salir de ellos. Somos un sentimiento, un darse cuenta encajonado aquí.
Me palmeó los hombros con las manos. Mi cuaderno y mi lápiz cayeron por tierra. Don Juan puso el pie sobre el cuaderno y me miró con fijeza; lue­go rió.
Le pregunté si lo molestaba tomando notas. Dijo que no, en tono confortante, y apartó el pie.
‑Somos seres luminosos -dijo, meneando rítmica­mente la cabeza‑. Y para un ser luminoso lo único que importa es el poder personal. Pero si me pregun­tas qué cosa es el poder personal, debo decirte que mi explicación no lo explicará.