Me
guió al chaparral desértico. Caminamos cosa de media hora y llegamos a una
pequeña área circular libre de vegetación, un sitio de unos cuatro metros de
diámetro donde el suelo rojizo estaba apisonado y perfectamente plano. No
había, sin embargo, señas de que el espacio hubiera sido desmontado y aplanado
con maquinaria. Don Juan se sentó en el centro, mirando al sureste. Señaló un
sitio como a metro y medio de distancia y me pidió sentarme allí, dándole la
cara.
‑¿Qué
vamos a hacer aquí? ‑pregunté.
Tenemos
una cita aquí esta noche ‑respondió.
Escudriñó
los alrededores con rápida mirada, girando sobre su eje hasta hallarse de
nuevo mirando al sureste.
Sus
movimientos me alarmaron. Le pregunté con quién teníamos cita.
‑Con
el conocimiento ‑repuso‑. Digamos que el conocimiento anda merodeando por aquí.
No
me dio oportunidad de pensar en su críptica respuesta. Rápidamente cambió el
tema y en tono jovial me instó a portarme con naturalidad, es decir, a tomar
notas y hablar como hubiéramos hecho en su casa.
Lo
que más presionaba mi mente en esos instantes era la vívida sensación que, seis
meses antes, tuve de "hablar" con un coyote. Ese evento significaba
que por vez primera fui capaz de visualizar o aprisionar, con mis cinco
sentidos y en total sobriedad, la descripción mágica del mundo: una
descripción en que la comunicación a través de palabras con los animales era
asunto rutinario.
‑No
vamos a ponernos a revivir ninguna experiencia de tal naturaleza ‑dijo don
Juan al oír mi pregunta‑. No es dable que le des tal atención a los hechos
pasados. Podemos tocarlos, pero sólo como referencia.
‑¿Por
qué motivo, don Juan?
‑Todavía
no tienes suficiente poder personal para buscar la explicación de los brujos.
‑¡Entonces
hay una explicación de brujos!
‑Claro.
Los brujos son hombres. Somos criaturas del pensamiento. Buscamos aclaraciones.
‑Yo
tenía la impresión de que mi gran falla era buscar explicaciones.
‑No.
Tu falla es buscar explicaciones convenientes, explicaciones que se ajustan a
ti y a tu mundo. Lo que no me gusta es que seas tan razonable. Un brujo también
explica las cosas en su mundo, pero no es tan terco como tú.
‑¿Cómo
puedo llegar a la explicación de los brujos?
‑Acumulando
poder personal. El poder personal te hará deslizarte con gran facilidad y entrar
en la explicación de los brujos. La explicación no es lo que, tú llamarías una
explicación; sin embargo, aunque no aclara el mundo ni sus misterios, los hace
menos pavorosos. Ésa debería ser la esencia de una explicación, pero no es eso
lo que tú buscas. Tú andas detrás del reflejo de ti y tus ideas.
Perdí
el impulso de hacer preguntas. Pero su sonrisa me invitaba a seguir hablando.
Otro asunto de gran importancia para mí era su amigo don Genaro y el
extraordinario efecto que sus acciones habían surtido en mi. Cada vez que
entraba en contacto con él, experimentaba distorsiones sensoriales de lo más,
extrañas.
Don
Juan rió cuando planteé mi pregunta.
-Genaro
es estupendo -dijo‑. Pero no tiene sentido por ahora hablar de él ni de lo que
te hace. Tampoco tienes suficiente poder personal para desenvolver ese tema.
Espera a tenerlo, y entonces hablaremos.
‑¿Y
si nunca lo tengo?
-Si
nunca lo tienes, nunca hablaremos.
‑Al
paso que voy, ¿tendré alguna vez el suficiente? ‑pregunté.
‑De
ti depende ‑respondió‑. Yo te he dado toda la información necesaria. Ahora es
responsabilidad tuya ganar suficiente poder personal para inclinar la
balanza.
‑Habla
usted en metáforas -dije‑. Hábleme claro. Dígame exactamente qué debo hacer. Si
ya me lo dijo, digamos que lo olvidé.
Don
Juan chasqueó la lengua y se acostó, con los brazos detrás de la cabeza.
-Tú
sabes exactamente lo que necesitas ‑dijo.
Respondí
que a veces creía saberlo, pero que la mayor parte del tiempo carecía de
confianza en mi mismo.
‑Me
temo que confundes las cosas ‑dijo‑. La confianza de un guerrero no es la
confianza del hombre común. El hombre común busca la certeza en los ojos del
espectador y llama a eso confianza en sí mismo. El guerrero busca la
impecabilidad en sus propios ojos y llama a eso humildad. El hombre común está
enganchado a sus prójimos, mientras que el guerrero sólo depende de sí mismo.
Andas en pos de lo imposible. Buscas la confianza del hombre común, cuando
deberías buscar la humildad del guerrero. Hay una gran diferencia entre las dos.
La confianza implica saber algo con certeza; la humildad implica ser impecable
en los propias actos y sentimientos.
‑He
tratado de vivir de acuerdo con sus consejos ‑dije‑. Tal vez no sea yo lo mejor,
pero soy lo mejor de mí mismo. ¿Es eso impecabilidad?
‑No.
Debes ser aún mejor. Debes empujarte siempre más allá de tus límites.
‑Pero
eso sería una locura, don Juan. Nadie puede hacer eso.
‑Muchas
cosas que haces ahora te habrían parecido una locura hace diez años. Las cosas
esas nunca cambiaron, pero sí cambió tu idea de ti mismo; lo que antes era
imposible es ahora perfectamente posible, y a lo mejor el que logres cambiarte
por completo es sólo cuestión de tiempo. En este asunto, el único camino
posible para un guerrero es actuar directamente y sin reservas. Ya conoces el
camino del guerrero lo suficiente para desenvolverte bastante bien; pero te
salen al encuentro tus malas costumbres.
Comprendí
a qué se refería.
‑¿Cree
usted que escribir es una de esas malas costumbres que debo cambiar? ‑pregunté‑.
¿Debo destruir mi nuevo manuscrito?
No
contestó. Se puso en pie y se volvió a mirar el borde del matorral.
Le
conté que había recibido una cantidad de cartas en las que diversas personas me
señalaban el error de escribir acerca de mi aprendizaje. Citaban como precedente
el hecho de qué los maestros de las doctrinas esotéricas orientales exigían
discreción absoluta con respecto a sus enseñanzas.
‑Capaz
si esos maestros tienen el vicio de ser maestros ‑dijo don Juan sin mirarme‑.
Yo no soy maestro. Yo soy solamente un guerrero. No sé en realidad qué es lo
que uno siente como maestro.
‑Pero
quizás estoy revelando cosas que no debería, don Juan.
‑No
importa lo que uno revela ni lo que uno se guarda ‑dijo‑. Todo cuanto hacemos,
todo cuanto somos, descansa en nuestro poder personal. Si tenemos suficiente,
una palabra que se nos diga podría ser suficiente para cambiar el curso de
nuestra vida. Pero si no tenemos suficiente poder personal, se nos puede revelar
la sabiduría más grande y esa revelación nos importaría un ajo.
Luego
bajó la voz como si me estuviera revelando un asunto confidencial.
‑Voy
a decirte algo que a lo mejor es la mayor sabiduría a la que uno puede dar voz ‑dijo‑.
A ver qué haces can ella.
"¿Sabes
que en este mismo instante estás rodeado por la eternidad? ¿Y sabes que puedes
usar esa eternidad, si así lo deseas?"
Tras
una larga pausa, durante la cual un sutil movimiento de sus ojos me instaba a
rendir alguna formulación, dije no entender de qué hablaba.
‑¡Allí!
¡La eternidad está allí! ‑dijo, señalando el horizonte.
Luego
apuntó hacia el cenit.
‑O
allí, o quizá podamos decir que la eternidad es así.
Extendió
los brazos para señalar al este y al oeste.
Nos
miramos. Sus ojos contenían una pregunta.
‑¿Y
qué me dices de esto? ‑inquirió, animándome a meditar sus palabras.
No
supe qué responder.
‑¿Sabes
que puedes extenderte hasta el infinito en cualquiera de las direcciones que he
señalado? ‑prosiguió‑. ¿Sabes que un momento puede ser la eternidad? Esto no es
una adivinanza; es un hecho, pero sólo si te montas en ese momento y lo usas
para llevar la totalidad de ti mismo hasta el infinito, en cualquier dirección.
Se
me quedó mirando.
‑Antes
no tenías este conocimiento ‑dijo, sonriendo‑. Ahora es tuyo. Te lo he dado, y
sin embargo no importa nada, porque no tienes suficiente poder personal para
utilizar mi revelación. Pero si lo tuvieras, sólo mis palabras serían el medio
para que acorralaras toda tu totalidad, y sacaras la parte que manda, de estos
límites que la contienen.
Vino
a mi lado y me tocó el pecho con los dedos; fue un golpe muy ligero.
‑Estos
son los límites de los que hablo ‑dije Uno puede salir de ellos. Somos un
sentimiento, un darse cuenta encajonado aquí.
Me
palmeó los hombros con las manos. Mi cuaderno y mi lápiz cayeron por tierra.
Don Juan puso el pie sobre el cuaderno y me miró con fijeza; luego rió.
Le
pregunté si lo molestaba tomando notas. Dijo que no, en tono confortante, y
apartó el pie.
‑Somos
seres luminosos -dijo, meneando rítmicamente la cabeza‑. Y para un ser
luminoso lo único que importa es el poder personal. Pero si me preguntas qué
cosa es el poder personal, debo decirte que mi explicación no lo explicará.