23/6/12
sutilezas de claustro 1
SÓLO odiamos, lo mismo que sólo amamos, lo que en algo, y de una o de otra manera, se nos parece; lo absolutamente contrario o en absoluto diferente de nosotros no nos merece ni amor ni odio, sino indiferencia. Y es que, de ordinario, lo que aborrezco en otros aborrézcolo por sentirlo en mi mismo; y si me hiere aquella púa del prójimo, es porque esa misma púa me está hiriendo en mi interior. Es mi envidia, mi soberbia, mi petulancia, mi codicia, las que me hacen aborrecer la soberbia, la envidia, la petulancia, la codicia ajenas.
Y así sucede que lo mismo que une el amor al amante y al amado, une también el odio al odiador y al odiado, y no los une ni menos fuerte ni menos duraderamente que aquél. Hay con frecuencia, o un sostén o un sedimento de amor en el fondo de no pocos odios; muchas personas se aborrecen, o creen más bien aborrecerse, porque se respetan, se estiman, y hasta se quieren mutuamente. Y para no quedar solo en esta que parecerá a muchos forzada paradoja, quiero aquí aducir dos sentencias del oríginalisimo asceta y pensador yanqui Enrique David Thoreau, quien dice en una, en prosa, que «a nadie tenemos más derecho para odiar que a nuestro amigo»; y en la otra, en verso, que «sería traición a nuestro amor y un pecado contra el Dios del cielo borrar una sola jota de un odio puro e imparcial».
A menudo ocurre que se pasa uno la vida combatiendo la intolerancia de los demás, y si lográis arrimaros a su espíritu y registrarlo con vuestra mirada, veréis que está combatiendo su propia intolerancia. Los absolutamente humildes no se escandalizan ni apenas se conduelen de la soberbia ajena, como los verdaderamente pródigos no se indignan de la avaricia de los demás. ¿Qué espíritu ha combatido al espíritu de la soberbia siempre? El espíritu de la soberbia misma. No tenéis sino ver las prevenciones que los humildes de profesión han tomado siempre para que su humildad no se convierta en soberbia; no tenéis sino ver con cuánta frecuencia los maestros de la vida espiritual, al comentar aquello de que quien se humille será ensalzado, nos advierten que el humillarse en vista de ello, para ser ensalzado por haberse humillado, es la más refinada soberbia.
Podría acudir a muchos y doctos maestros; pero me es más cómodo y más manual tomar a uno nuestro, a uno español, que resumió a todos los que hasta su tiempo habían adoctrinado a los espirituales. Me refiero al B. V. Padre Alonso Rodríguez, de la Compañía de Jesús, muerto a los noventa años de su edad y setenta de religioso, en 1616. Este docto varón nos dejó un libro, de apacible y tersísimo discurso, aunque algo prolijo, y es el Ejercicio de perfección y virtudes cristianas. Divídese en tres partes, y en la segunda de ellas dedica el tratado tercero a la virtud de la humildad. En este tratado discurre de la falsa humildad, como es la de aquellos que fingen pobreza, a cuyo propósito hace notar que «es menester que la pobreza ande siempre muy acompañada de humildad, porque la una sin la otra es cosa peligrosa; fácilmente se suele criar un espíritu de vanagloria y soberbia del vestido pobre y vil, y de allí suele nacer un menosprecio de los otros; y por esto San Agustín huía de muy viles vestiduras, y quería que sus religiosos trajesen vestidos honestos y decentes para huir de este inconveniente» (cap. iii). Y más adelante (cap. v) dice que la humildad no consiste en traer vestidos viles y despreciados o en andar en oficios bajos y humildes; «no consiste en eso, porque ahí puede haber también mucha soberbia y desear uno ser tenido y estimado por eso, y tenerse por mejor y más humilde que otros, que es la fina soberbia». Retened esto de que la fina soberbia es desear uno ser tenido y estimado por más humilde que otros; y vamos adelante con el tratado. El cual, en su capítulo xni, en que se discurre del segundo grado de humildad y se declara en qué consista este grado, dice esto: «¡Ay!, dice San Gregorio, que muchas veces eso es lo que pretendemos con nuestras hipocresías y humildades fingidas, y lo que parece humildad es soberbia grande. Porque muchas veces nos humillamos por ser alabados de los hombres y por ser tenidos por buenos y humildes. Si no, pregunto yo: ¿para que decís de vos lo que no queréis que crean los otros? Si lo decís de corazón, y andáis con verdad, habéis de que los otros os crean y os tengan por tal; y si esto no queréis, manifiestamente mostráis que en eso no pretendéis ser humillado, sino ser tenido y estimado.
Esto es lo que dice el sabio: Hay algunos que se humillan fingidamente, y allá en lo interior su corazón, está lleno de soberbia y engaño. Porque ¿qué mayor engaño que buscar ser honrado y estimado de los hombres? Y ¿qué mayor soberbia que pretender ser tenido por humilde? Pretender alabanzas de la humildad, dice San Bernardo, no es virtud de humildad, sino perversión y destrucción de ella. ¿Qué mayor perversión puede ser que esa? ¿Qué cosa puede ser más fuera de razón que querer parecer mejor, de donde parecéis mejor? Del mal que decís de vos queréis parecer bueno y ser tenido por tal, ¿qué cosa más indigna y más fuera de razón? San Ambrosio, reprendiendo esto, dice: Muchos tienen apariencia de humildad, pero no tienen la virtud de la humildad; muchos que parece que exteriormente la buscan, interiormente la contradicen.*
Ya estoy oyendo, al llegar aquí, que más de un lector tuerce el gesto y exclama: ¡Sutilezas de claustro! Y no seré yo quien le contradiga, sino que, poniéndome de acuerdo con él , exclamaré también: "Sutilezas de claustro!" Sutilezas de claustro, sí, en que el recojido tiembla ante aquello mismo de que huyó y que dentro de sí mismo. Porque siempre he creído que los que huyen del mundo se llevan al mundo dentro de sí, por el contrario, muchos que, viviendo en el mundo, le tienen cerradas las puertas de su corazón. Ya dijo, entre otros, Emerson, que «es fácil vivir en el mundo según la opinión del mundo, y fácil vivir en la soledad según la nuestra; pero el hombre grande es el que en medio de la muchedumbre mantiene con perfecta mansedumbre la independencia de la soledad».
A los mundanos, a los que viven en el mundo y del mundo, encenagados en él, según esos espirituales de la huída, les sorprenden de ordinario las pinturas que de los vicios mundanales suelen hacer los que viven retirados en el claustro, pinturas en que, pretendiendo afearlos, en realidad los embellecen. Un hombre que no había negado nunca a su carne ninguno de los apetitos de ésta, y que había gustado siempre, hasta con exceso, de las mujeres, me decía en cierta ocasión, después de haber leído la descripción que de la lujuria hacía un fraile: «esto es pura mentira y pintar como querer: la lujuria es sencillamente tonta, y no hay en ella nada de estos deleites y estos ardores que el buen fraile ha soñado. La falta de sencillez lo estropea todo».
Y asi es la verdad: la falta de sencillez, la falta de sinceridad, lo echa a perder todo. Y de pocas cosas hablan los claustrados con menos sinceridad que de la pasión de la soberbia. En puro temerla, van a caer en ella; y seria mucho mejor, a no dudarlo, no preocuparse de tal cosa, dejarse ser tal como se sea y decir de sí mismo lo que uno de sí mismo crea, resulte o no soberbio para los demás. Sospecho que lo que voy a decir escandalizará a lectores timoratos, si es que los tuviere; pero hay que decirlo: y es que no pocas veces la comisión de un acto pecaminoso nos purifica del terrible deseo de él, que nos estaba carcomiendo el corazón. La doctrina podrá ser terrible, pero no me cabe duda alguna de que más de un matador habrá em- pezado a sentir compasión y hasta amor a su víctima una vez que matándola desahogó su odio en ella.
Desde un punto de vista mezquino y estrecho podrá parecer lo más malo el haber matado a uno; pero, visto desde las honduras del espíritu, lo peor es nutrir los sentidos con odio y vivir corroídos por malos deseos. No me parece monstruoso lo de aquel padre que decía a su hijo: "Anda, ve, hijo mio, rómpele las narices de un puñetazo, y luego dale un abrazo: es mejor que no el que evites encontrarle y sigas odiándole" Los malos sentimientos contenidos pueden llegar a emponzoñarnos la sangre del espíritu, y éste enferma y se hace malo, y es, a las veces, mejor mil veces, dejar que estallen los malos humores hacia fuera. Porque una cosa es hacer el bien y otra ser bueno, aunque se conozca al árbol por sus frutos, y las buenas acciones broten de las almas buenas.
Sí, una cosa es hacer el mal y otra muy distinta ser malo, distinción que con muy sano instinto columbra casi siempre la gente sencilla e inculta, que se enamora de sujetos tenidos por grandes picaros, y mira con ojeriza a otros que pasan por irreprochables. Cuando oía yo decir aquello tan repetido de «en el fondo es bueno», refiriéndose a algún sujeto de fechorías y daños al prójimo, solía añadir por mi cuenta: «tan en el fondo, que es como si no lo fuera; en el fondo todos somos buenos». Pero hoy he modificado no poco mi sen- timiento a este respecto, y entiendo muy de otra manera que entendía antes eso de que en el fondo todos somos buenos.
Fin de la parte 1/3 del gran ensayo de D. Miguel de Unamuno titulado "Sobre la soberbia", incluido en su magnífico libro "Almas de jóvenes"