27/6/12

sutilezas de claustro 2


 
 
 
Crece de día en día mi persuasión de que hay 
hombres que se mueren sin haber cometido una 
mala acción de bulto y de alcance, y sin haber 
abrigado, no obstante, un solo buen deseo, ale- 
grándose íntimamente del mal que no eran capa- 
ces de hacer; mientras hay otros que molestando 
de continuo al prójimo, y aun dañándole, se mue- 
ren sin haber abrigado rencor contra nadie, sino 
habiendo estado llenos siempre de buen deseo. 
 
Es mucho más frecuente de lo que podría creer- 
se aquello de San Pablo de que «no hago el bien 
que quiero, sino el mal que no quiero hago», sen- 
tencia que antes expresó Ovidio con lo de video 
meliora proboque, deteriora sequor. 
 
¿Quién en las luchas de la vida no ha sentido 
mil veces, al encontrarse con su corazón a solas, 
que se lo henchía honda querencia al adversario, 
querencia nacida de la lucha misma? Combatiendo 
se aprende a amar; de la comun miseria surge la 
compasión mutua, y de la compasión el amor. 
Siempre he creído que la guerra es la gran puri- 
ficadora de los rencores, y que no hay abrazo más 
efusivo ni más apretado que el que se dan los 
combatientes al deponer las armas. Desconfío del 
que no lucha, y veo siempre un mayor enemigo 
en el que se me somete que en el que me resiste. 
 
La diferencia que he visto siempre entre la mo- 
ral y la religión es la de que aquélla nos enseña 
a hacer el bien, y ésta a ser buenos y pocos pasajes 
del Evangelio me levantan mas el corazón 
que aquél de la oración en la cruz del buen bandido y 
la promesa que el Cristo le hizo de la vida eterna. 
 
Creo que, por lo general, somos mejores de lo 
que se deduce por nuestros actos, y que de mu- 
chos puede decirse lo contrarío de lo que del poe- 
ta dijo el poeta Zorrilla, y es que 
 
hay hombre que en su misión 
sobre la tierra que habita 
es una planta bendita 
con frutos de maldición. 
 
El citado Thoreau decía: «Si hice alguna vez 
algún bien al prójimo, en su sentido, era sin duda 
algo de excepcional e insignificante, comparado 
con el bien o el mal que estoy haciendo constan- 
temente con ser lo que soy». 
 
Y ved cuan frecuente es que se distingan por 
su constancia en los rencores los que con más cui- 
dado evitan las violencias extemas, muchos que 
aspiran a la espiritualidad en religión, muchos que 
van de tiempo en tiempo a deponer a los pies del 
confesor sus malas acciones, pero no sus malos 
sentimientos. Se ha hecho ya proverbial el odiam 
theologlcum, y es sabido cómo las disputas reli- 
giosas se señalan por la acritud y por la virulen- 
cia. Son muchos los que creen que es buen cami- 
no para llegar al cielo romperle a un hereje la ca- 
beza de un crístazo, esgrimiendo a guisa de maza 
un crucifijo. 
 
En la fe misma en el infierno, ¿no veis algo de 
demonfaco? Deséenlo muchos para el prójimo, y 
recuerdo aquel apostrofe del profesor que, comb 
batiendo a los materialistas, exclamaba encendido 
en demoníaco celo: "¡Almas de carbono, así arde- 
réis mejor en los infiernos!" Y es, por otra parte, 
que temen que la gloria sea chica para albergar- 
nos a todos, y que cuantos más allf entremos, 
menos de ella nos ha de tocar a cada uno. Se les 
amargaría la dicha si la compartiera con ellos uno 
de esos herejazos a quienes en vida combatieron 
a sangre y fuego y a crístazos. 
 
Y ese especial y característico odiam theolo- 
gicum es hijo de otra característica y muy espe- 
cial superbia íheologica, o, si se quiere mejor, 
de la soberbia espiritual. Malo es que un hombre 
se ande preocupando de si es o no es soberbio y 
de ahogar la soberbia en sí, y dé luego en cavilar 
y revolver en su cabeza sí no es por soberbia por 
lo que trata de combatirla, y si la humildad a que 
aspira no es la más fina soberbia, y otras sutilezas 
por el estilo. Mejor es dejarlo y dejarse ser como 
se es, a la buena de Dios, desnudando el alma y 
abandonándose al primer impulso. Todos esos ti- 
quls miquis espirituales no hacen sino enconar la 
herida y envenenar la sangre del alma; dejarlo estar 
es lo seguro. 
 
Y aquí viene como anillo al dedo lo que el Após- 
tol dice de la ley y de cómo la ley hace el pecado, 
pues no se conoce el pecado sino por la ley, por- 
que no se conocería la codicia si la ley no dijera: 
«No codiciarás». Y el pecado, tomando ocasión de 
la ley, obra en nosotros codicia, ya que sin la ley 
estaba el pecado muerto; mas en cuanto viene el 
mandamiento, revive (Rom., vn, 7-9). Siempre, al 
leer las epístolas de Pablo de Tarso, me he dete- 
nido en este pasaje y en aquello de los que, sin 
tener ley, hacen naturalmente lo que es de la ley, 
y son ley para sí mismos, pues la llevan escrita 
en sus corazones (Rom., n, 14-15), y me he dicho: 
¿Para qué acongojar el ánimo restregándole la ley 
escrita, que es muerte, y no dejarle que descubra 
su ley viva, la que en sus entresijos yace? Y esta 
ley viva es la ley de la sinceridad; es que corres- 
pondan a nuestras entrañas nuestras extrañas, 
que sea nuestro proceder hijo de nuestro sentir y 
nuestras palabras revelación de nuestros pensa- 
mientos. 
 
Este debe ser nuestro hito: ¡sé sincero! Y si 
por dentro te tienes en algo, no lo ocultes por es- 
tudiada humildad, que cuando es de estudio la 
humildad deja de serlo. 
 
Humildad rebuscada no es humilde, y lo más 
verdaderamente humilde en quien se crea superior 
a otros es confesarlo, y si por ello le motejan de 
soberbio, sobrellevarlo tranquilamente. Dice el 
susodicho P. Rodríguez en el cap. v del tratado 
que cité que, segün San Bernardo, el verdadero 
humilde desea ser tenido de los otros en poco, no 
por humilde, sino por vil, y gózase en eso>. Y ¿no 
será fina humildad soportar, ya que no desear, 
ser tenido por soberbio? Aunque yo entiendo que 
la más fina, la más sencilla humildad es no cuidar- 
se en ser tenido por nada, ni por humilde ni por 
soberbio, y seguir cada uno su camino, dejando 
que ladren los perros que al paso nos salgan, y 
mostrándose tal cual es sin recelo de habladurfas. 
 
Dicen muy piadosos varones que las virtudes de 
los paganos no eran sino falsas virtudes, pues se 
fundaban en vanagloria. Y las de esos cristianos 
de cabeza que buscan ser virtuosos por estas o 
aquellas razones, y acaso en esperanza de la glo- 
ría, ¿son virtudes finas y espontáneas? Todo lo 
rebuscado es falso, y humildad que vaya a apren- 
derse de libros ascéticos es casi siempre falsa hu- 
mildad. Y conoceréis su falsedad en una cosa, y 
es que los falsamente humildes se escandalizan de 
los soberbios. 
 
Todo lo rebuscado es malo, y eslo, por lo
tanto, la soberbia rebuscada, la falsa soberbia, 
que es una de las más frecuentes. El fingimiento de
soberbia es de lo que más a menudo he topado 
en mi vida, y cuidado que ésta no es aún larga. 
 
Hablábame en cierta ocasión un amigo de un 
sujeto, conocido mío, y me decfa: «No lo puedo 
soportar: tiene una soberbia que apesta; no acierto 
a comprender cómo se tiene en tal alto aprecio a 
sí mismo.» Y hube de contestarle «Estás equi- 
vocado: ni es soberbio, ni se tiene en tal apre- 
cio.» Y le expliqué cómo era eso una astucia que 
usaba el hombre para defenderse de los que le 
tenían por majadero, fingiendo tenerse él por un 
genio o poco menos, pues es la cuenta que se 
echaría: «tal vez a fuerza de dar yo a entender 
que soy un genio, llegue alguno a creérmelo». Y 
es que nunca he tomado tan a pechos lo de «conó- 
cete a ti mismo», que haya llegado a creer que 
es lo más difícil conocerse y que haya pocos que 
se conozcan. Creo, por el contrario, que los más 
de los hombres se conocen bastante bien, y que 
si les hiere el que se les eche en cara sus defectos, 
es porque ellos mismos se los han echado antes.