Crece de día en día mi persuasión de que hay
hombres que se mueren sin haber cometido una
mala acción de bulto y de alcance, y sin haber
abrigado, no obstante, un solo buen deseo, ale-
grándose íntimamente del mal que no eran capa-
ces de hacer; mientras hay otros que molestando
de continuo al prójimo, y aun dañándole, se mue-
ren sin haber abrigado rencor contra nadie, sino
habiendo estado llenos siempre de buen deseo.
Es mucho más frecuente de lo que podría creer-
se aquello de San Pablo de que «no hago el bien
que quiero, sino el mal que no quiero hago», sen-
tencia que antes expresó Ovidio con lo de video
meliora proboque, deteriora sequor.
¿Quién en las luchas de la vida no ha sentido
mil veces, al encontrarse con su corazón a solas,
que se lo henchía honda querencia al adversario,
querencia nacida de la lucha misma? Combatiendo
se aprende a amar; de la comun miseria surge la
compasión mutua, y de la compasión el amor.
Siempre he creído que la guerra es la gran puri-
ficadora de los rencores, y que no hay abrazo más
efusivo ni más apretado que el que se dan los
combatientes al deponer las armas. Desconfío del
que no lucha, y veo siempre un mayor enemigo
en el que se me somete que en el que me resiste.
La diferencia que he visto siempre entre la mo-
ral y la religión es la de que aquélla nos enseña
a hacer el bien, y ésta a ser buenos y pocos pasajes
del Evangelio me levantan mas el corazón
que aquél de la oración en la cruz del buen bandido y
la promesa que el Cristo le hizo de la vida eterna.
Creo que, por lo general, somos mejores de lo
que se deduce por nuestros actos, y que de mu-
chos puede decirse lo contrarío de lo que del poe-
ta dijo el poeta Zorrilla, y es que
hay hombre que en su misión
sobre la tierra que habita
es una planta bendita
con frutos de maldición.
El citado Thoreau decía: «Si hice alguna vez
algún bien al prójimo, en su sentido, era sin duda
algo de excepcional e insignificante, comparado
con el bien o el mal que estoy haciendo constan-
temente con ser lo que soy».
Y ved cuan frecuente es que se distingan por
su constancia en los rencores los que con más cui-
dado evitan las violencias extemas, muchos que
aspiran a la espiritualidad en religión, muchos que
van de tiempo en tiempo a deponer a los pies del
confesor sus malas acciones, pero no sus malos
sentimientos. Se ha hecho ya proverbial el odiam
theologlcum, y es sabido cómo las disputas reli-
giosas se señalan por la acritud y por la virulen-
cia. Son muchos los que creen que es buen cami-
no para llegar al cielo romperle a un hereje la ca-
beza de un crístazo, esgrimiendo a guisa de maza
un crucifijo.
En la fe misma en el infierno, ¿no veis algo de
demonfaco? Deséenlo muchos para el prójimo, y
recuerdo aquel apostrofe del profesor que, comb
batiendo a los materialistas, exclamaba encendido
en demoníaco celo: "¡Almas de carbono, así arde-
réis mejor en los infiernos!" Y es, por otra parte,
que temen que la gloria sea chica para albergar-
nos a todos, y que cuantos más allf entremos,
menos de ella nos ha de tocar a cada uno. Se les
amargaría la dicha si la compartiera con ellos uno
de esos herejazos a quienes en vida combatieron
a sangre y fuego y a crístazos.
Y ese especial y característico odiam theolo-
gicum es hijo de otra característica y muy espe-
cial superbia íheologica, o, si se quiere mejor,
de la soberbia espiritual. Malo es que un hombre
se ande preocupando de si es o no es soberbio y
de ahogar la soberbia en sí, y dé luego en cavilar
y revolver en su cabeza sí no es por soberbia por
lo que trata de combatirla, y si la humildad a que
aspira no es la más fina soberbia, y otras sutilezas
por el estilo. Mejor es dejarlo y dejarse ser como
se es, a la buena de Dios, desnudando el alma y
abandonándose al primer impulso. Todos esos ti-
quls miquis espirituales no hacen sino enconar la
herida y envenenar la sangre del alma; dejarlo estar
es lo seguro.
Y aquí viene como anillo al dedo lo que el Após-
tol dice de la ley y de cómo la ley hace el pecado,
pues no se conoce el pecado sino por la ley, por-
que no se conocería la codicia si la ley no dijera:
«No codiciarás». Y el pecado, tomando ocasión de
la ley, obra en nosotros codicia, ya que sin la ley
estaba el pecado muerto; mas en cuanto viene el
mandamiento, revive (Rom., vn, 7-9). Siempre, al
leer las epístolas de Pablo de Tarso, me he dete-
nido en este pasaje y en aquello de los que, sin
tener ley, hacen naturalmente lo que es de la ley,
y son ley para sí mismos, pues la llevan escrita
en sus corazones (Rom., n, 14-15), y me he dicho:
¿Para qué acongojar el ánimo restregándole la ley
escrita, que es muerte, y no dejarle que descubra
su ley viva, la que en sus entresijos yace? Y esta
ley viva es la ley de la sinceridad; es que corres-
pondan a nuestras entrañas nuestras extrañas,
que sea nuestro proceder hijo de nuestro sentir y
nuestras palabras revelación de nuestros pensa-
mientos.
Este debe ser nuestro hito: ¡sé sincero! Y si
por dentro te tienes en algo, no lo ocultes por es-
tudiada humildad, que cuando es de estudio la
humildad deja de serlo.
Humildad rebuscada no es humilde, y lo más
verdaderamente humilde en quien se crea superior
a otros es confesarlo, y si por ello le motejan de
soberbio, sobrellevarlo tranquilamente. Dice el
susodicho P. Rodríguez en el cap. v del tratado
que cité que, segün San Bernardo, el verdadero
humilde desea ser tenido de los otros en poco, no
por humilde, sino por vil, y gózase en eso>. Y ¿no
será fina humildad soportar, ya que no desear,
ser tenido por soberbio? Aunque yo entiendo que
la más fina, la más sencilla humildad es no cuidar-
se en ser tenido por nada, ni por humilde ni por
soberbio, y seguir cada uno su camino, dejando
que ladren los perros que al paso nos salgan, y
mostrándose tal cual es sin recelo de habladurfas.
Dicen muy piadosos varones que las virtudes de
los paganos no eran sino falsas virtudes, pues se
fundaban en vanagloria. Y las de esos cristianos
de cabeza que buscan ser virtuosos por estas o
aquellas razones, y acaso en esperanza de la glo-
ría, ¿son virtudes finas y espontáneas? Todo lo
rebuscado es falso, y humildad que vaya a apren-
derse de libros ascéticos es casi siempre falsa hu-
mildad. Y conoceréis su falsedad en una cosa, y
es que los falsamente humildes se escandalizan de
los soberbios.
Todo lo rebuscado es malo, y eslo, por lo
tanto, la soberbia rebuscada, la falsa soberbia,
que es una de las más frecuentes. El fingimiento de
soberbia es de lo que más a menudo he topado
en mi vida, y cuidado que ésta no es aún larga.
Hablábame en cierta ocasión un amigo de un
sujeto, conocido mío, y me decfa: «No lo puedo
soportar: tiene una soberbia que apesta; no acierto
a comprender cómo se tiene en tal alto aprecio a
sí mismo.» Y hube de contestarle «Estás equi-
vocado: ni es soberbio, ni se tiene en tal apre-
cio.» Y le expliqué cómo era eso una astucia que
usaba el hombre para defenderse de los que le
tenían por majadero, fingiendo tenerse él por un
genio o poco menos, pues es la cuenta que se
echaría: «tal vez a fuerza de dar yo a entender
que soy un genio, llegue alguno a creérmelo». Y
es que nunca he tomado tan a pechos lo de «conó-
cete a ti mismo», que haya llegado a creer que
es lo más difícil conocerse y que haya pocos que
se conozcan. Creo, por el contrario, que los más
de los hombres se conocen bastante bien, y que
si les hiere el que se les eche en cara sus defectos,
es porque ellos mismos se los han echado antes.