Nos estábamos acercando a pasos agigantados, decía la propaganda oficial, a una forma política inédita en la que las decisiones no emanarían nunca de un único foco, sino que resultarían de una compleja interacción de agentes e iniciativas, gracias a la cual todos podrían ocupar alguna vez el centro de la escena (aunque por poco tiempo) y nadie sería capaz de monopolizarlo; un modo de gestionar lo público en el que cualquier decisión importante estaría sometida a procedimientos de participación, con preferencia electrónicos, gracias a los cuales los ciudadanos se pronunciarían, con un golpe de tecla y en tiempo real, sobre todos los asuntos de interés. Gozaríamos de una teledemocracia hiperparticipativa que sería el adecuado complemento de un teletrabajo apasionante, y todo ello sin necesidad de salir de casa, salvo para cambiar cosmopolitamente de residencia cada cierto tiempo. A lo anterior había de añadirse la conversión en derecho de cualquier objeto de deseo: que algo fuera comúnmente demandado -o, mejor aún, que perteneciese al programa de algún colectivo identitario- y que no estuviera reconocido como derecho subjetivo era toda una anomalía y un atropello de obligada reparación.
Lo anterior no se concebía como un ideal más o menos utópico, sino como algo que estaba a la vuelta de la esquina o que, de hecho, había comenzado ya. Las cadenas de la dominación política eran cosa del pasado (pues la soberanía se había diluido dichosamente en una red de gobernanzas múltiples) y otro tanto estaba a punto de ocurrir con la esclavitud laboral (el trabajo, no en vano, iba a parecerse cada vez más al ocio). Todo lo anterior, unido a una tierna y entrañable preocupación por lo que se llamaba "valores", daba como resultado una sociedad de ciudadanos, cuyos principios serían tan sistemáticos y nítidos que podrían enseñarse cómodamente en la escuela.
De pronto se advirtió que las cosas no iban a proseguir por tan apacible camino. Al parecer, faltaba dinero con que dar abasto al mantenimiento de ese modelo social, de manera que la marcha segura hacia la felicidad tendría que interrumpirse para proveer fondos y seguir después sin sobresaltos. Se había declarado lo que se llama una crisis, y en esas duras circunstancias hay que esperar a que las contrariedades se resuelvan para volver a gozar de las ventajas pasadas: un transitorio, aunque amargo, estado de excepción.
Sin embargo, esto último no parecía del todo cierto, porque la severidad de los acontecimientos obligó a dar por supuestas, como cosa natural, dos verdades un tanto incómodas. La primera fue que los ajustes económicos y sociales durarían para siempre y no serían revocados ni aun cuando la crisis terminase. Al contrario: se acentuarían progresivamente, porque una economía competitiva tiene que serlo cada vez más si no quiere hundirse: sobrevivir exige cambiar de vida y adaptarse a una existencia dinámica, hiperactiva y arriesgada, a un modelo de productividad quizá poco afín a las costumbres mediterráneas, pero del todo ineluctable. No se trataría de una situación de emergencia, como las constitucionalmente regladas, sino de aquello a lo que algún clásico del pensamiento se refirió como el estado de excepción convertido en regla. La segunda verdad fue que las decisiones cruciales no pueden tomarlas ya los ciudadanos ni sus Gobiernos, sino ciertos agentes económicos transnacionales, enigmáticamente llamados "los mercados", que conceden a Gobiernos y ciudadanos la capacidad de sancionar políticamente lo que ya está económicamente decidido. Merece la pena subrayar una consecuencia muy notable de los dos hechos anteriores: ni el uno ni el otro se pusieron de manifiesto como novedades, sino como algo que ya era cierto desde mucho antes, aunque no se hubiera sabido o querido reconocer. No es que a partir de la crisis fuese a ser mentira todo lo que habíamos creído, sino que ya lo era desde siempre (aunque hasta entonces había podido disimularse), y precisamente por haber actuado conforme a creencias falsas había pasado lo que había pasado.
Lo que resulta es que no éramos ciudadanos, sino súbditos a los que se adulaba con toda clase de zalamerías. Y no debería sorprender la mansedumbre con la que el súbdito adulado suele responder a los acontecimientos. Quien haya seguido de cerca, por ejemplo, la violenta adaptación de la Universidad pública al mercado ejecutada en los últimos años habrá visto que entre muchos estudiantes y entre casi todos los profesores ha calado muy hondo la servidumbre voluntaria más entusiasta. Igual que en la Universidad muy pocos han rechistado ante su desmantelamiento mercantil, también en la sociedad se impondrá sin grandes contratiempos el culto a la competitividad y a la innovación permanente.
Pero lo que ahora se nos solicita no es, sin más, que nos olvidemos de todos los halagos pasados y aceptemos nuestra condición subalterna, sino que neguemos de palabra lo que admitimos de obra, que no reconozcamos que el orden democrático ha sido subvertido y que actuemos como si los verdaderos agentes políticos siguiéramos siendo nosotros. Es de capital importancia que, aunque en la práctica nada vaya a ser como antes, se mantenga una ideología consolatoria lo más parecida posible a la que nos tenía adormecidos.
Por desgracia, quizá el discurso predominante entre los indignados de estas semanas no desmienta del todo las anteriores expectativas. En gran medida, se trata de una protesta por la mala prestación de los servicios que se tenían contratados, y así se exigirá una solución como quien pide el libro de reclamaciones para demandar más eficiencia. El ciudadano advierte una violación de su derecho a no variar de hábitos de consumo, y reacciona de la manera en que había sido adiestrado: utilizando sus redes sociales y sacando todo el partido posible del Internet y del teléfono móvil ("mi teléfono es un arma", decía un indignado estos días de atrás). El acampado es un usuario modelo de las nuevas tecnologías, y el aumento de la indignación será un factor de recuperación económica si se sabe canalizar con inteligencia: "Indignaos y marcad" podría ser un eslogan perfecto en la temporada próxima para cualquier compañía de telecomunicaciones. Depuradas de algunos excesos doctrinales, las movilizaciones de estos días se tomarán probablemente como un elemento regenerador y un saludable acicate: una muestra, algo intemperante, pero positiva a la larga, del dinamismo de la sociedad civil y de la vitalidad de la juventud.
Puede que la agitación social en curso sea un magnífico placebo: aunque ya no somos ciudadanos (ni en verdad lo fuimos nunca), vamos a hacer como si todavía lo fuéramos (o como si lo hubiésemos sido siempre). Pero precisamente ese efecto es el que se necesitaba para restablecer la ideología del súbdito adulado: movilízate y comprueba que la sociedad en la que vives se hará eco de tus inquietudes. Hay un derecho que no te quitará nunca y que para mucha gente es el más valioso de todos: el derecho a ser parte del espectáculo.
El presente estado de crisis económica es en su esencia un hecho político o, mejor dicho, antipolítico: una ocasión máximamente afortunada para extender la lógica del mercado a la totalidad de la vida, sin dejar resquicio alguno fuera. Frente a ello, la única resistencia concebible estribaría en mostrar que no estamos dispuestos a vivir de ese modo. Pero tal declaración no sería cierta, porque la existencia hiperactiva, acelerada y trepidante, la gestión total de la vida y la esclavitud voluntaria tienen para el hombre moderno, como desde antiguo se sabe, un atractivo irresistible.
Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro publicado es La fábrica del bien.