¿Tendrán los robots algún interés en parecerse a los humanos? Uno podría intentar contestar a esta pregunta con una pregunta en sentido opuesto.
¿Podrá un «Chevrolet» tener interés en parecerse a un «Cadillac»?
Una pregunta así expuesta creo que nos llevaría a la conclusión de que una máquina no tendría tal interés.
Pero igualmente ocurre que un robot no es totalmente una máquina. Un robot es una máquina que ha sido hecha lo más parecida posible a un ser humano, y muchas veces existen puntos en común que hacen difusa la diferencia.
Nos es posible dar ejemplos de la vida diaria. Una lombriz no aspira a ser una serpiente. Un hipopótamo no tiene ningún interés especial en ser un elefante. En realidad, no tenemos razón para pensar que tales criaturas tienen conciencia propia y añoran ser algo distinto de lo que son. Los chimpancés y los gorilas parecen tener cierto grado de conciencia, pero nada nos autoriza a pensar de que tengan un especial interés en asemejarse a los humanos.
Sin embargo, un ser humano sueña con una vida que vaya más allá de la muerte e incluso desearía ser un ángel. Por todas partes la vida se interrelaciona en determinados puntos. En alguno de esos puntos, una especie de conciencia se le hace presente indicándole que no sólo es consciente de sí mismo, sino que tiene la capacidad de estar disconforme consigo mismo.
Tal vez ese apenas perceptible margen sea algún día cruzado en el proceso de la creación de los robots.
Pero si aceptamos que un robot pudiera alguna vez aspirar a sentirse humano, ¿cuáles serían las características de esa aspiración?
Podría desear tener los mismos derechos legales y sociales que los humanos de nacimiento. Éste fue el tema de mi relato El hombre bicentenario, y en la prosecución de tales derechos mi personaje robot se mostraba deseoso de renunciar a todas sus cualidades robóticas, en favor de su humanidad.
Este relato fue, en realidad, más filosófico que ajustado a la realidad. ¿Qué posee un ser humano que un robot realmente pudiera envidiarle, ya sea esto fisico o mental? Ningún robot sensato envidiaría la fragilidad de los humanos, o su incapacidad para resistir pequeños cambios en el medio ambiente que le es habitual, o la necesidad de dormir, o su predisposición a cometer pequeños errores, o la tendencia a contraer infecciones y enfermedades degenerativas, o su incapacidad de controlar irracionales estallidos de emocionalidad.
Sería más razonable que envidiara la capacidad humana para fomentar el amor, la amistad y el compañerismo, su ilimitado sentido de la curiosidad, su ansiedad por adquirir conocimientos. Sin embargo, me gustaría sugerir que un robot que sintiera interés por asimilarse a lo humano, podría acabar descubriendo que lo que más querría comprender sería ese frustrante e impenetrable asunto que los humanos denominan sentido del humor.
El sentido del humor no es de ninguna manera universal entre los seres humanos. No obstante se encuentra en todas las culturas. He conocido a mucha gente quienes ni siquiera reían pero que te observaban con asombro o tal vez desprecio, en momentos en que uno intentaba hacer algún chiste. No necesito ir más allá que citar a mi padre, quien en forma rutinaria se encogía de hombros ante los chistes más originales de que me sintiera capaz, considerandolos impropios de la atención de un hombre serio. (Afortunadamente mi madre si se reía con la mayor espontaneidad ante todos mis chistes; de no haber sido por ella tal vez me hubiera criado bastante mediocre emocionalmente.)
Lo curioso acerca de este asunto del sentido del humor es que hasta donde yo he podido observar, ningún ser humano niega su existencia. La gente podría admitir que odia a los perros, y que le disgustan los niños, podrían confesar de plano que hacen trampas en su declaración de impuestos, o con respecto a la relación con su pareja y podrían no objetar ser considerados inhumanos o deshonestos, a través de la simple oportunidad de cambiar adjetivos y llamarse realistas o amigos del dinero.
No obstante lo cual, si se les acusa de carencia de sentido del humor lo negarán con vehemencia, no importa con qué evidencia y frecuencia lo demuestren. Mi padre, por ejemplo, siempre afirmaba que tenía un fino sentido del humor, estando dispuesto a probarlo cada vez que oyera un chiste que realmente valiera la pena celebrarlo (aunque por lo que yo siempre aprecié, nunca encontró ninguno que lo justificase).
¿Por qué razón entonces a la gente le desagrada que le digan que carecen de sentido del humor? Mi teoría es que las personas reconocen (inconscientemente), que el sentido del humor es la característica más propia de los humanos, y renuncian a que les reduzcan al nivel de la subhumanidad.
Sólo una vez traté el tema del sentido del humor en un relato de ciencia ficción, en Jokester, aparecido en diciembre de 1956, editada por Infinity Science Fiction y cuya mas reciente reedición apareció en la colección The Best Science Fiction of Isaac Asimov (Doubleday, 1986).
El protagonista de este relato pasaba su tiempo contándole chistes a un ordenador (seis de los cuales citaba en el transcurso de la novela). Un ordenador, por supuesto, no es mas que un robot que no puede
moverse, o lo que es lo mismo un robot es un ordenador con capacidad para desplazarse. Así que la novela trataba del tema de los ordenadores y los chistes. Desafortunadamente, el problema en este cuento en el que se buscaba una solución no era respecto a la naturaleza del humor, sino la fuente de todos los chistes que uno oye. Hay una respuesta también, pero para enterarse de ella será necesario que usted mismo lea el cuento.
Sin embargo, yo no sólo escribo sobre temas de ciencia ficción. Lo hago acerca de todo aquello que me produce algún interés y sea aceptado por el público lector (e igualmente con ayuda de la suerte), y mis editores tienen la fantástica impresión de que no es lícito dejar de publicar cualquier manuscrito que les presente (y pueden estar seguros que nunca los desengañaré de esta curiosa opinión).
De manera que, en determinado momento, me decidí a escribir un libro de chistes. Houghton-Mifflin, lo publicó en 1971, con el título de Isaac Asimov's Treasury of Humor. En él se contaban 640 chistes que había ido reuniendo en mi memoria. (Aún tengo una selección que bien podría titularse Isaac Asimov Laughs Again, pero parece que nunca logro encontrar tiempo para escribirlo, no importa el esfuerzo que ponga en ello ni la velocidad con que me ponga a escribirlo.) Voy esparciendo estos chistes según mi particular teoría acerca de lo que es gracioso y de cómo puede uno lograr expresar cosas chistosas de la manera más agradable posible.
No se preocupen, existen tantas diferentes teorías respecto al humor que no hay dos personas que escriban sobre el tema de la misma forma. Algunos son mucho más tontos y simples que otros, y no siento ningún tipo de compromiso en agregar mis propios comentarios sobre un tema tan controvertido.
Es mi intención exponerlo en la forma mas sucinta posible, lograr que un preciso ingrediente en el chiste cause un rápido giro en el desenlace esperado. Cuanto más radical sea la modificación mayor rapidez se le requerirá, cuanto más rápidamente es apreciado el giro, mayor será la risa y lo que se disfrute de ello.
Permitanme que les dé un ejemplo con un chiste que es uno de los pocos que yo mismo inventé.
Jim, entra en un bar y encuentra a su mejor amigo Bill en una mesa apartada, procupado, observando un vaso de cerveza y con un aspecto de gran solemnidad en su cara. Jim se sienta en la mesa y amistosamente le pregunta:
— ¿Qué te ocurre Bill?
Bill suspira y dice:
— Mi mujer se marchó ayer con mi mejor amigo.
Jim agrega conmovido:
— ¿Qué quieres decir con eso, Bill? Yo soy tu mejor amigo.
Ante lo cual Bill contesta con voz queda:
— No a partir de ahora.
Confio que se hayan percatado en el cambio del punto de vista. La natural suposición es que el pobre Bill está hundido en la tristeza por el peso de la pérdida. Sólo a través de las cinco últimas palabras uno se da cuenta repentinamente de que, en realidad, está encantado. Que el ser humano medio es bastante ambivalente respecto a su esposa (no obstante lo querida que ella pueda ser), para recibir este particular punto de vista con agrado.
Ahora bien si un robot es diseñado con un cerebro que responda sólo en forma lógica (¿y qué otro uso haría cualquier otra clase de cerebro de robot para los humanos que desean utilizar robots para su propio uso?) Un cambio repentino en este punto de vista sería dificil de lograr. Implicaría que las reglas de la lógica estaban equivocadas, en primer lugar, o eran capaces de una flexibilidad de la cual obviamente carecen. Por otra parte, sería peligroso construir este tipo de ambivalencia en el cerebro de un robot. Lo que de él deseamos es decisión y no un estado de permanente inestabilidad del tipo Hamlet.
Imaginémonos, por lo tanto. que le contamos el chiste que acabo de mencionar a un robot, e imaginemos que el robot nos mira con firmeza y seriedad luego de escuchar el chiste. Probablemente le hará el siguiente comentario.
Robot: - ¿Pero por qué ya no es Jim el mejor amigo de Bill?
Usted previamente no ha descrito a Jim como si anteriormente hubiera hecho algo incorrecto y que fuera motivo para que Bill estuviera disgustado o molesto con él.
Usted: - Bueno, la verdad es que Jim no ha hecho nada. En realidad, alguien ha hecho algo a Bill que le ha resultado tan agradable que le ha ascendido en la cabeza de Jim y éste se ha convertido de repente en el nuevo mejor amigo de Bill.
Robot: - ¿Pero quién ha hecho una cosa así?
Usted: - El hombre que se escapó con la mujer de Bill, por supuesto.
Robot, tras un instante de reflexión: - Pero eso no es posible. Bill debe de haber sentido un profundo afecto por su esposa y una gran pena ante su pérdida. ¿No es acaso ésa la forma en que los humanos sienten acerca de sus esposas y lo que suelen sentir ante su pérdida?
Usted: - Por lo menos en teoría es así. Sin embargo, resulta que no sentía ese general aprecio por su esposa, y le complació que alguien huyera con ella.
Robot (después de otros segundos de reflexión): - Pero es que usted no me advirtió de tal circunstancia.
Usted: - Lo sé, ahí precisamente radica el chiste. Con toda intención te orienté en una dirección, y luego repentinamente te hice saber que era una dirección errónea.
Robot: - ¿Y resulta divertido el engañar a una persona?
Usted (rindiéndose): -Bueno, dejemos el asunto.
En realidad, algunos chistes dependen de la parte ilógica de los seres humanos. Consideremos este otro:
Un empedernido apostador de carreras de caballos se detiene un instante antes de acercarse a la taquilla de apuestas, y ruega con fervor a su Hacedor:
— Dios mío -murmura con la mas profunda sinceridad-. Se muy bien que desapruebas mi vicio por el juego, pero aunque sólo sea por esta vez, Señor, por favor, déjame ganar a lo menos lo apostado; es tanto lo que necesito raalmente el dinero.
Si usted cometiera la tontería de contarle este chiste a un robot, seguro que le respondería:
— ¿Pero qué sentido tiene que esa persona obtenga exactamente el mismo dinero que ha apostado?
— Sí, de eso se trata.
— Pero si tan necesitado está de dinero, todo lo mas que necesitaría hacer sería simplemente no apostar, y se cumplirían con mas facilidad sus deseos de salir sin perder ni ganar.
— De acuerdo, pero tiene una imperiosa e irracional necesidad de apostar.
— Quiere decir que mantiene ese deseo aún ante el riesgo de perder.
— Así es.
— Pero, una cosa así, carece de sentido.
— Es que la clave del chiste radica precisamente en que el jugador empedernido no es capaz de comprender una cosa así.
— ¿Intenta acaso decirme que resulta gracioso el hecho de que una persona esté desprovista de lógica y no posea el más mínimo sentido común?
Ante preguntas así, nuevamente resulta más sensato cambiar de tema.
¿Pero dígame una cosa: es esto tan diferente de hacerse comprender por el promedio de los humanos que, por naturaleza, carecen de sentido del humor?
Una vez le conté a mi padre este chiste:
»La señora Jones, la casera de una casa de huéspedes, se despierta en medio de la noche porque oye ruidos extraños en su puerta. Sale a observar lo que ocurre y se encuentra con Robinson, uno de sus inquilinos, empeñado en hacer subir por las escaleras a un caballo asustado. Le increpa:
— ¿Que está haciendo, señor Robinson?
Él le responde:
— Trato de llevar al caballo al cuarto de baño.
— Por Dios, hombre, ¿para qué?
— La verdad es que el viejo Higginbotham es un tipo tan sensato y prudente, que cada vez que le digo algo él me responde: «Lo sé, lo sé.» Y además lo hace de una manera muy convincente. Pues bien, por la mañana, irá al cuarto de baño y saldrá gritando: «Hay un caballo en el lavabo.» Y yo bostezando le responderé: «Lo sé, lo sé.»
¿Y cuál fue la respuesta de mi padre? Me contestó:
— Isaac, Isaac. Tú eres un chico de ciudad, por lo tanto no eres capaz de comprender que no es posible obligar a un caballo a subir unas escaleras en contra de su voluntad.
Personalmente creo que esta observación resultó aún más graciosa que mi chiste.
De todas maneras, no termino de comprender por qué deberíamos desear que un robot tuviera sentido del humor. El problema en sí realmente consistiría en que el robot quisiera poseerlo por su propia voluntad. ¿De qué manera nos valdríamos entonces para dar cumplimiento a tal deseo?
Isaac Asimov, Prodigio