¿Recuerdas el viejo pantano de las penurias? Ese que con el mismo fango al que contribuyen las muchedumbres forman aun así hermosas playas de arena? No podemos vivir sin ese extravío hedonista que nos proporciona el ser desconocido, el halo sombreado de cada uno. El vernos reflejados en más y más espejos ajenos hasta poder dormir tranquilos... ese es un paradigma de la insaciable sed de un fruto. Y la urbe el escenario propuesto para el consumo del insidioso y aventurero cabrito. El proceso no se aleja mucho de la muda lucha de un huerto. Así como crecen plantas grandes y pequeñas, no he visto nunca una semilla que nazca con retraso y se apodere del plantal, siempre al amparo de la sombra de la más precoz, suele tener menos exposición al sol y así crece sana pero enana. Y todo lo demás son complicidades metabolizadas en maniquíes que permanecen como estultos tras reflectantes escaparates, sus bocas listas para el chute, mientras un desdentado malgasta su cuerpo en un turbio y nauseabundo callejón, su barba impregnada de baba espumosa. ¿Recuerdas esa vieja ciénaga de los decesos? o el brío adulador del caos inerte te arrastra a las profundidades de lo infÉrtil, hechizÁndote con sus caricias edulcorantes?
Muchos reniegan rencorosos así de ser humanos, pues en ellos siguen, muy a su pesar, siendo y estando; sin justificar por ello el más mínimo amago de pesimismo.