18/11/11

Infernus viventem in Terra

Había sido un buen día. Ya de noche, satisfecho tras una jugosa cena, disfrutaba yo del buen placer de una pipa apoyado en la ventana de mi dormitorio. La noche se sentía en toda su serenidad mientras miraba los árboles meciéndose con el viento; las nubes, mucho más altas que la ciudad nocturna, cambiaban de forma a cada nuevo vistazo. En el bloque de enfrente, a unos 30 metros de donde estaba, cada ventana dejaba pasar de dentro una luz particular. Y me esforzaba por escuchar los sonidos que salían del interior de cada morada. Un edificio de noche puede ser muy discreto, sutil en sus señales. A la derecha, en la calle principal que cruza con la mía, se escuchaba una conversación medio lejana; sonaba a voces de muchachas adolescentes. Las oía acercarse, aunque nunca aparecían por la esquina. Me vino a la mente una idea que leí hace poco: “el cerebro elije sólo percibir la realidad que le es útil”, y un pensamiento maldiciente me cruzó la mente. Decidí sentarme entonces para continuar con mi trabajo. Pero antes de sentarme, y para mi sorpresa, volví a escuchar las voces femeninas.

Miré hacia la ventana, preguntándome por su insonoridad. Al momento me di cuenta de que no se trataba de eso, porque las voces se oían dentro de mi habitación. ¿O no era así? Porque al cabo de unos segundos estaba seguro de oírlas en el pasillo de mi apartamento, viniendo del salón y, creía yo, acercándose a mi dormitorio. Yo, al darme cuenta de lo que estaba escuchando, sentí un escalofrío por semejante sucesión de percepciones en apariencia inconexas. Supe en ese momento que por nada del mundo debía acercarme al pomo de la puerta… ni para abrirla ni para bloquearla desde dentro. Tuve también la certeza de que, a pesar de no atreverme a abrir la puerta para saciar mi inquietud angustiosa, tenía que vigilar sin distracción que el pomo no se moviera. Entonces escuché que llamaban a la puerta de mi dormitorio. Había perdido el control sobre mis piernas y mi cabeza palpitaba al ritmo de mis latidos, que se aceleraban conforme me acercaba a la puerta. Vivía yo solo en esa casa, pero intenté convencerme a mí mismo de la posibilidad de una presencia humana en el pasillo; quizás el propietario, haciendo una comprobación inusualmente nocturna. Sin más consideración, giré el pomo de la puerta y la abrí con un tirón repentino. Tras ella se encontraba algo que nunca habría podido imaginar: un ser alado, de estatura media y ojos penetrantes, que irradiaba luz de su cuerpo y su cabello. Por un momento, me perdí en la absurda incongruencia de que el resto de la casa estuviera a oscuras a pesar de su presencia. Con una voz tranquila, apaciguadora, se dirigió a mí con esta frase: “No tengas miedo. Soy Israfil, el ángel del último juicio. Tu salvación ha sido escrita: ven conmigo a dar un paseo”. En ese momento yo, en un profundo acto de incredulidad y terror, agarré la lámpara de mi mesita de noche y le di tremendo golpe seco en la frente con la base de aluminio hueco. La criatura cayó desplomada al suelo del pasillo, en una postura de lo más ridícula. Dejé caer la lámpara y me senté en la cama, pensando en lo que acababa de pasar. A mi sensación de haber hecho bien, de haberme defendido, le siguió toda una sucesión de pensamientos de condenación. En un segundo, toda mi educación religiosa se apoderó de mí en forma de tormento insoportable. Supe entonces que había matado a un ángel. Supe que no sólo se había acabado mi vida tal como la conocía, sino también la eternidad ulterior. Entonces lloré. Lloré como no había llorado nunca, ante la visión de un ser de luz ensangrentado, inmóvil, exánime. Su sangre, que bañaba su cara y manchaba parte de la pared, cambiaba ligeramente de color cada vez que la miraba. De mi garganta salió un grito de desgarro, una súplica a Dios sin precedentes en mi vida. Pero no hubo respuesta alguna, y es que Dios no tiene por costumbre hablar a las personas. Pero, ¿no me había enviado a un ángel? ¿No había sido yo elegido para la salvación? ¿No podía entonces Dios, aunque sólo por una vez fuera, darme una señal por haber matado a uno de sus hijos? Un ángel no es un hijo de Dios cualquiera. Es un siervo, un mensajero, un ser en un estado superior de existencia. Y la respuesta del Padre ante mi reciente atrocidad fue el silencio. No era silencio, sin embargo, lo que en ese momento reinaba en mi apartamento. Un par de vecinos aporreaban la puerta, preguntando qué estaba pasando. Me acerqué a la entrada para examinar el grado de curiosidad de esa gente. Debí de haberlos atraído al empezar a gritar. Lamentablemente, no era buen momento para abrir la puerta: de abrirla habría descubierto mi crimen divino, ya que el ángel yacía a pocos metros de la entrada. En aquel momento ocurrió lo que yo temía: escuché a uno de los vecinos hablar por teléfono, avisando a la policía de que algo extraño sucedía en el sexto segunda. Volví entonces a la puerta de mi dormitorio y tuve un pensamiento: no era posible que mi acto no tuviera consecuencias. No era posible que yo siguiera ahí, vivo y de pié. Merecía la fulminación, la aniquilación eterna. Merecía el Infierno. Pero la realidad era otra. O Dios me había perdonado, o no le importaba lo que acababa de hacer. Aunque la opción más plausible era que Dios no se había dado cuenta… de modo que me agarré a esa posibilidad. Del altillo de mi armario saqué un edredón y me dispuse a cubrir a la criatura con él. Mis manos temblaban y mi respiración acelerada no me dejaba pensar. “Tengo que sacarlo de aquí”, pensé. En un cobarde acto de valentía, extendí el edredón en el suelo y me dispuse a colocarlo sobre él para poder liarlo de la forma más eficiente posible. Fue entonces cuando me di cuenta de que la envergadura de sus alas era mucho mayor de lo que creía, sobresaliendo estas del edredón y rozando el suelo mientras lo arrastraba en mi camino hacia la puerta de entrada. Miré por la mirilla y vi que los vecinos ya no estaban; posiblemente estaban en sus casas, esperando que la policía llegara. Aproveché ese momento para abrir la puerta silenciosamente. Supe que coger el ascensor me restaría libertad de huída, así que decidí bajar por las escaleras. Cogiendo a pulso a la criatura envuelta, empecé a bajar. Recé para que no hubiera ningún otro vecino en las plantas inferiores, aunque rezar era un recurso inapropiado en aquel momento. Por desgracia, mis piernas no respondían como es debido y dos pisos más abajo decidí coger el ascensor. Mientras descendía, en un viaje que me pareció eterno, me vi a mi mismo reflejado en el espejo: mi rostro estaba pálido y torcido, mis ojos aterrados y mi camisa manchada de una sangre cuyo color no podía definir. En mis brazos, un cadáver angélico. Jamás había visto yo en mi vida una estampa más patética, más dolorosa y turbadora.

Tuve la increíble suerte de poder alcanzar la calle sin ser visto por nadie. Sin embargo, la discreción no estaba de mi lado. En el ascensor me había dado cuenta de que mi imagen causaría espanto y hostilidad a cualquiera que se cruzara en mi camino. Decidí entonces llegar al parque más cercano. El camino consistía en cruzar tres patios de urbanizaciones en penumbra y una calle no muy concurrida. Sentí un impulso adrenalínico de supervivencia que me llevó a acelerar el paso, a sostener a la criatura de forma más enérgica. Pero de poco servía mi arranque: el cuerpo de Israfil se hacía cada vez más pesado en mis brazos. No me faltaban las fuerzas, más bien sentí su peso como una condición de aquel ser que se escapaba a la naturaleza. Seguí mi camino a duras penas. Mi cuerpo se tambaleaba de un lado a otro con cada paso y mi respiración estaba al límite, en una reacción casi asmática que amenazaba con pararme los pies allí mismo. Una sensación de irrealidad me envolvía y deseé estar soñando. Por desgracia, la experiencia era espantosamente real. Conseguí alcanzar y cruzar la calle. Al otro lado, a la entrada del parque, ocurrió lo que temía: me encontré a una persona. Una chica adolescente, con un collar de perlas y botas altas, apuraba un pitillo sentada en uno de los bancos del lugar. Entonces su mirada se cruzó con la mía. En menos de un segundo, la chica había examinado la situación y soltó un grito agudo en extremo, mientras se incorporaba de un salto y retrocedía. “¿Qué estás haciendo, eh? ¡Voy a llamar a la policía ahora mismo!”, vociferó con voz temerosa. En ese momento mi mente funcionaba a toda máquina, pensando en una forma de no ser delatado por esa chica. Entonces mis piernas, a pesar de su flaqueza inminente, empezaron a tener volición propia y me hicieron acercarme a ella a pasos lentos y erráticos. Parecía yo un muerto viviente que perseguía, lenta pero tenazmente, a una inocente víctima. La reacción de la chica fue del más absoluto terror, y en su intento de huída se cayó al suelo. Dejé caer a la criatura de mis brazos: en parte porque el peso se había hecho insoportable, y en parte porque una entidad extraña se había apoderado de mí y me hacía acercarme a aquella joven. A medio metro de ella, una voz salió de mi: “no digas nada angelito mío, o tú serás la siguiente”. Mi boca endemoniada pronunciaba estas palabras con una voz serena; mis ojos, en oposición, derramaban lágrimas de sufrimiento. Tal debió haber sido el impacto de la imagen que yo ofrecía, que la chica se desmayó allí mismo con un aullido apagado.

Me di entonces la vuelta; el cuerpo de la criatura seguía ahí, inmóvil. Haciendo uso de mis últimas fuerzas lo volví a levantar y, echándomelo al hombro, retomé mis pasos hacia el parque. Conseguí llegar a una zona libre de árboles en la que sólo había un columpio, una serie de tubos de aluminio con una rueda de caucho colgando de una cadena. Fue ahí donde me desplomé, al borde de la locura, y me tumbé en el suelo junto a la criatura. De mi mente ya no salían pensamientos. Sólo contemplaba el cielo nocturno. Sobre mi se distinguía la constelación de Casiopea, que resaltaba en el firmamento como si aquel fuera el final de mi vida y el lugar de mi muerte. Me quedé dormido, o así es como lo recuerdo. En mi sueño me habló una voz: una voz que nunca seré capaz de describir.

- ¿Qué has hecho, hijo mío?

- Padre, aceptaré con gusto los tormentos del Infierno si esa es tu decisión.

- Hijo mío, el Infierno no existe; ni tampoco existe el Cielo. El único infierno posible en el Cosmos es el que acabas de vivir. Ahora vete, y no vuelvas a pecar.”

Me desperté en mi apartamento. La cama estaba deshecha y la ventana seguía abierta, tal y como la dejé. Mi ordenador seguía encendido: el cursor del editor de textos parpadeaba. Me incorporé de un salto al oír que, una vez más, llamaban a la puerta de mi dormitorio. Agarrando la lámpara de mi mesita de noche me dispuse a abrir la puerta.