18/12/11

Púas de Acero (capítulo 1)




1.
Aquella mañana desperté, como no podía ser de otro modo, y permanecí tumbado con las manos en la nuca durante un buen rato saboreando los breves minutos en que tarda la sangre en repartirse. En esos momentos somos realmente de lo más vulnerables, pensé, casi no vemos ni escuchamos, no sentimos ni pensamos, todo nuestro ser es un saco lleno de hormigas que nos impiden movernos. Sentí la boca pastosa y el cerebro palpitando y golpeándome el cráneo. Me esforcé en recordar qué habíamos estado haciendo la noche anterior. CONSOLA, GUSANITOS, BEBIDA FRÍA. Vale, estupendo. Observé con detenimiento la perfecta rectitud de los ángulos de las cuatro esquinas del techo, por mirar algo, ya que estaba panza arriba, hasta que bajé la vista y me topé con la imagen de la virgen ciega.
Algo de susto me dio, aunque ya estaba acostumbrado a verla cada mañana. Sin embargo, a veces descubría cosas nuevas en ella. Sus colores suaves le daban un aire y un candor de devoción a aquella escena en la que una señora con una túnica negra miraba a ese bebé con cara de piraña, preguntándose cómo hubo de ocurrir aquella materialización por medio del espíritu santo, pues ella no parecía acordarse de nada.
Ese cuadro, mi abuela siempre lo había guardado en su armario y nunca entendí por qué razón lo tenía allí olvidado junto a esos cachivaches tan típicos de las abuelas como perfumes y colonias, una cajita de latón con los enseres del coser, estampitas, fotos, joyas... y justo el día antes de comenzar mi nuevo periplo en la universidad, se me ocurrió pasarme por su habitación. Obviamente, no era el cuadro lo que iba buscando sino un bolsito donde ella guardaba solamente monedas de cincuenta céntimos. Yo a mi abuela siempre le he tenido mucho cariño, no se vaya a creer usted, pero era cuestión de hacerse con una paga anticipada, era un ahora o un nunca, y a mí eso del nunca, es una palabra que nunca me ha gustado usar.

Así pues, el plan consistía en agarrar unas pocas monedas del bolsito en cuestión, el cual guardaba con mimo la abuela en el último cajón a la derecha. Aproveché que no había moros en la costa y, cual tejón hambriento, llegué al monedero objeto de mi deseo. Nunca llegué a abrirlo. Su peso hablaba por sí solo. Digamos que no valía precisamente en oro. Nada, no había nada, solo pelusa. Y entonces vi el cuadro apoyado en el fondo del armario, escondido entre batas y chaquetillas de punto. Debí pensar que no quedaría nada mal en mi nuevo piso, tan vulnerables y desnudas estaban sus paredes en cuestión de decoración... y me lo llevé.

La primera semana ya me aburrí de él. Se me ocurrió que la culpa era del niño. Para ser el nuevo salvador, su aspecto dejaba mucho que desear. Tenía el pelo rizado y bastante crecido, y unos mofletes que daban susto. Su mirada parecía decir algo así como “¿comorl?” Además, alguien debió derramar sobre él algo de café o un líquido similar, porque todo el rostro del niño estaba difuminado con una mancha negruzca como si hubieran restregado a fondo para limpiarlo a toda prisa, provocando justamente lo contrario. Entonces, un día supe que la mirada turbada de la virgen podía deberse también al hecho de haber concebido a esa cosa tan fea que sostenía entre sus brazos. Recuerdo que agarré las tijeras de cortar las uñas y, en un acto de iconoclastia y buen gusto, le recorté lo ojos a esa señora que tanta lástima me inspiraba. Aunque, ahora que lo pienso, también podía haberle cortado la cabeza al niño...
No en vano, la cosa mejoró bastante. A mí me gustaba más, desde luego. Y es que, desde aquel momento empezamos a recibir más visitas de lo normal en el piso. A menudo se formaban verdaderos círculos de debate en mi oscura habitación comentando la apariencia que había adquirido aquella pintura. Unos decían que si barroca, otros que si sucubismo, que si neorrealismo... Visto el éxito de tal representación inquietante, se me ocurrió decorar el marco con unas alas de cuervo que había recogido hacía tiempo en uno de mis paseos por el desierto de Palmería, así, para darle más efecto.

Terminé de centrifugar un poco más estos recuerdos y dejé de mirar el cuadro. Suspiré y continué paseando mis ojos por la habitación en penumbra. Sí, estaba oscuro, pero sabía que no era temprano. En realidad no hacían mucha falta las persianas en aquella cueva incrustada en lo más recóndito del piso.
El ordenador seguía encendido desde la noche anterior. Sonaba una pieza de Coltrane. Una entrada caótica de saxofón al principio de la canción dio paso al piano juguetón y replicante de Elvin Jones al que John complementaba con una desenfadada melodía a contrapunto... Mis cosas favoritas. Imaginé a Coltrane ligeramente corvado y casi estático, apenas inflando los mofletes y sin sudar una gota, extrayendo de su saxo tenor un alegre jugo de notas mientras Steve Davis movía desenfrenadamente los dedos hasta que se hacía un nudo con ellos.
Miré en dirección a la puerta y calculé que podía llegar hasta ella sin pisar el suelo, saltando por los bultos fantasmales que formaban mantas, ropa, calzado y desechos de comida rápida. Pero no iba a moverme todavía. Había aprendido a disfrutar del no hacer nada. Todavía me estaba haciendo a aquel habitáculo, no había razón para la prisa, no había razón para adelantar el irremediable momento en el que, una vez lavado y vestido, tendría que decidir en qué gastar el tiempo.
Volví al techo. Pensé en cómo demonios había acabado viviendo en aquella conejera con más polvo que aire, pero bueno, hacía ya casi cinco meses que salí del nido para emprender mi osadía universitaria y aún me agradaba observar las esquinas del techo, no estaba nada mal.
Al final logré levantarme con un esfuerzo acompañado de un crujido: los muelles del somier o mis huesos, era difícil de distinguir.
Pensé en cuándo fue mi último desayuno verdadero, ese que se toma siempre medio atontado aún a la hora en que pasa por debajo de la ventana el primer motor malhumorado del día. Ese tipo de desayunos dejaron de formar parte de mi dieta justo cuando terminé el instituto. No sabría decir muy bien qué debí hacer aquel verano para celebrar el fin de estudios, pero esa debió ser la época en la que empezaría a nacer esta propensión a la nocturnidad y la alevosía. Con esto no quiero insinuar, querido lector, que sea el sistema el que nos envilezca, no por favor, no lo crea ni por un segundo.

Este año habían abierto el Bar Baroja justo en la esquina del bloque, y eso es de agradecer en un piso de estudiantes típico como el nuestro, cuya cocina habíamos rehabilitado como invernadero para plantas diversas. “Desayunar a la hora de la comida también es un buen método para ahorrar, claro que sí”.
Me rasqué la espalda y me asaltaron pensamientos de culpa justo cuando alcancé a ver la hora en la pantalla del pc ¿Cuántas veces me había dicho que no volvería a ocurrir, que no volvería a concurrir en la oferta nocturna que aporta la noche de la ciudad? Luego pasa lo que pasa. Era un delito contra la naturaleza, pero mancillar nuestros jóvenes cuerpos seguía siendo una sabrosa novedad. Me rasqué de nuevo, esta vez el cuero cabelludo. Gesto habitual, pero no sabría decir si es que me picaba de verdad el cuerpo o lo hacía para comprobar que aún podía sentirlo como mío.

Por la ventanilla con marco de hierro que da al patio interior se oían algunas conversaciones y chirriaban cuerdas de tender, entraba olor a estofado. "Deben ser alrededor de mediodía, una hora más, una hora menos...". Una pesadez inhumana me requirió de nuevo en la cama y me tumbé boca abajo empotrando la varilla en un pliegue de sábana, preparándome para un nuevo desvanecimiento. Reincidir en la procrastinación era una demostración fehaciente de que en mí residía aún un espíritu rebelde. Todo era válido para no ser descubierto por la luz de un cegador y agobiante día de mayo.

Cuando ya me dejaba llevar por un sueñecito que parecía interesante y sin esfuerzo alguno por mi parte, sonó el timbre. Cosa rara. Y qué forma de llamar tan peculiar. Era un timbrazo alegre, sin miramientos. Entonces presentí que algo poco común estaba a punto de ocurrir. Pensé en Jan. Seguramente se habría quedado seco en algún rincón de la casa. Cuando me fui a dormir a altas horas de la madrugada me topé con él saliendo del cuarto de baño. Sea como fuere, puesto que mi cuarto estaba al final del pasillo, seguro que él estaría más cerca del contestador que yo. Esperé en silencio para escuchar su peculiar arrastre de pantufla. Nada. Contuve la respiración para escuchar mejor. El timbre volvió a sonar aún con más ímpetu, emulando la cadencia de una contraseña. Al momento, escuché una voz hosca y apática que respondía: era Jan, que había conseguido llegar al contestador. Admirable, de verdad. Después, silencio de nuevo, y creo que volví a quedarme dormido, aunque por poco tiempo: unos pasos atronadores se dirigieron a la puerta y el picaporte descendió de golpe dejando entrar una luz cegadora.

- ¡¡Levanta morza, que noh vamoh de fiehta!!- una voz grave y sospechosamente conocida me asaltó en mi guarida-.

Yo me hice la estatua, quise desaparecer, pero las sábanas salieron volando por el aire descubriendo mi cuerpo indefenso embutido en un raído pijama. Era Gregorio. No paraba de moverse de aquí para allá con una bolsa de plástico llena de tintineantes litros de cerveza. Me di media vuelta y me apretujé contra la pared haciéndome el longui. Jan, ya despierto, interrogaba de soslayo a nuestro inesperado visitante.

- Quién lo diría, hace unas horas estabas aquí con nosotros de juerga y héte fresco como una berza.
- Es que picha, este pizo tazorbe la enerhía. Ir preparándoce que noh vamoh a una rave.
- ¿Ah sí? No puedo creerlo...¿Y qué hay que llevar?- pregunté inocente.
- Tú mihmo, no hé cuánto tiempo ehtaremoh. Venga, ale brío ar zaco huezo. Noh vamoh en autobú. Pillá pahta y hacerce un bocata.
- Pero, pero, hay que ver, lo tuyo no tiene fin ¿y quiénes vamos a ir?- dijo Jan desde la cocina mientras hacía café-.

A mí siempre me gustaba regodearme en la duda, pero la pereza empezaba a desaparecer. A Jan casi se le caen las tazas en la cocina, cuya ventana daba también al patio interior:
- Ya te han llamado tus colegas del fiestorro y no has podido decir que no.
- Pero pisha, que es la fiehta de la primavera, plena naturaleza con una antorsha y hay un río y tó. ¿No te apetece pazár día en er campo y con lah shavalita? Ni penzarlo. Ir preparándohe rápido que perdemoh el autobú. Yo mientras me voy eshando un partidito ar Pro.
Algunos vecinos se asomaron al patio para ver a qué se debía semejante estruendo. Muchas veces tenía que bajar del todo la persiana para que no me vieran tumbado en la cama hecho un harapo.
“Ahora sí”, me dije, bajando de la cama con una voltereta, “es la hora de entrar en acción”.