28/7/11

Árbol, aroma de mujer,

tu humo es aún más puro

que el primer perfume;

aquel que desde el mar

llenó los campos creando

vida después del fuego.

Oh metal, ansia de poder,

tu máquina ruge

el más oscuro aliento.

Eres para la burbuja

un rejón de muerte

que clava el jinete negro

a su viejo potro.

Rompe la mañana

un aullido de dolor,

arremete la máquina

con su pala de acero,

y la vida se estremece

al compás del ruido.

Duele el golpe,

otro y otro,

la robustez de los años

no quiebra, tampoco

el nido del jilguero,

ni el arroyo, la hierba,

la perdiz, la rana,

el jabato, el loco,

la flor vecina,

el niño que nace,

todos quieren la paz de un árbol;

todos menos el viejo hombre.

“Jóven, ¿es que tú no quieres

la paz de un árbol?”

Preguntan las voces

de la orquesta.

Pero el viejo hombre

no entiende otra música,

se arrastra borracho por

un sueño de dientes de oro.


Empuja el acero,

ahora puede más

que el tronco, la savia,

la orquesta,

se dobla el perenne,

cede al ansia, al metal,

muere el árbol;

pero la tierra ahora

sí ruge más que la máquina

con su hijo entre los brazos.

Parece que la orquesta

tocara su pentagrama

de silencio.


Silencio.


La furia del motor

para ya saciada.

Lento, muy lento,

el hombre baja de la máquina

y mira el árbol caído,

conoce su levedad,

y el viejo hombre

tiene ahora espejos

en los ojos de tanto llanto,

y la orquesta le toca

una canción de cuna,

y parece que el hombre

ya duerme junto al árbol,

y parece que está triste.

Parece que está triste.



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