Árbol, aroma de mujer,
tu humo es aún más puro
que el primer perfume;
aquel que desde el mar
llenó los campos creando
vida después del fuego.
Oh metal, ansia de poder,
tu máquina ruge
el más oscuro aliento.
Eres para la burbuja
un rejón de muerte
que clava el jinete negro
a su viejo potro.
Rompe la mañana
un aullido de dolor,
arremete la máquina
con su pala de acero,
y la vida se estremece
al compás del ruido.
Duele el golpe,
otro y otro,
la robustez de los años
no quiebra, tampoco
el nido del jilguero,
ni el arroyo, la hierba,
la perdiz, la rana,
el jabato, el loco,
la flor vecina,
el niño que nace,
todos quieren la paz de un árbol;
todos menos el viejo hombre.
“Jóven, ¿es que tú no quieres
la paz de un árbol?”
Preguntan las voces
de la orquesta.
Pero el viejo hombre
no entiende otra música,
se arrastra borracho por
un sueño de dientes de oro.
Empuja el acero,
ahora puede más
que el tronco, la savia,
la orquesta,
se dobla el perenne,
cede al ansia, al metal,
muere el árbol;
pero la tierra ahora
sí ruge más que la máquina
con su hijo entre los brazos.
Parece que la orquesta
tocara su pentagrama
de silencio.
Silencio.
La furia del motor
para ya saciada.
Lento, muy lento,
el hombre baja de la máquina
y mira el árbol caído,
conoce su levedad,
y el viejo hombre
tiene ahora espejos
en los ojos de tanto llanto,
y la orquesta le toca
una canción de cuna,
y parece que el hombre
ya duerme junto al árbol,
y parece que está triste.
Parece que está triste.
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