10/7/11
tarde en Málaga
La vital e inasible, auténtica confluencia de energías que emana de entre las empedradas calles del casco antiguo de la ciudad, a veces en los umbrales de entradas a los comercios, se refresca en las rebosantes fuentes y sus constantes chorros clorados;
empedernidas colonias de palomas reposan sobre los tejados, señoras de alcurnia impiden el paso a transeúntes apresurados ocupando el ancho de la vía, entretejiendo sus charlas con la misma facilidad con la que ejercen el punto;
ocasionales oportunistas de esquina van de arriba abajo como diábolos manejando el business a golpe de susurro;
sandalias dan palmas de talón, maletas ruedan y rotan hasta encallar entre adoquines;
grupos de turistas alzan sus miradas a portalones, vetustos patios de interior, pórticos suntuosos que representan escenas piadosas de santos de piedra decapitados, vigilantes tallas, bustos perennes que sostienen laureles, coronas o báculos celestiales, alzados en sus altares formidables;
algunos jubilados enjutos sosegados entablan debates en bancos y sillas de mimbre, juntos a plazas de jardines adecentados con flores flameantes, otros concursan en desafiantes juegos de fichas mientras sostienen puros mustios y ensalivados entre charlas sobre la jornada liguera;
trabajadores municipales, del correo o de la escoba, se concentran en sus menajes de oficio, su rabillo del ojo en la tasca;
jóvenes encamisados deambulan desorientados, carpetas en mano con currículums de vidas a medias buscan furtivos la chispa oportuna del azar en forma de empleo serio;
fachadas soberanas de colores llamativos, propiedades de la nobleza, balcones señoriales restaurados sirven de pasarela improvisada para damas de la moda, distinguidas fuman y sostienen monólogos banales al móvil;
joviales niños con carretillas, balones y otros juguetes, persiguen como hipnotizados desconfiadas palomas.
Músicas actuales, ritmos machacantes escapan desde ventanales en forma de misivas atravesando soberbios y engalanados marcos, edificios bajos de techos amplios, donde los jóvenes estudiantes se rinden al ocio, contempladores y lectores, cuyo art déco ocupa espacios vacíos de amplios salones;
Portentosas motocicletas aparcadas en callejuelas peatonales que serpentean entre bazares y cafeterías... lianas, enredaderas y ramas de macetas se deslizan desde las fachadas al rescate de los chorlitos...
El aire se encañona, esa una brisa insistente, día de niebla que difumina y enturbia el majestuoso perfil del campanario, postal de camposanto.
Ancianas arrugadas asoman de reojo, recelosas como gatas, tras diminutas ventanas enclaustradas entre rejas, fogosos fogones de gas y oscuros cuartos de aseo, cazando con dificultad conversaciones con acento que se entremezclan con los aromas de las cocinas, cabalgando en el aire y jugueteando unas con otras, colándose en hangares bucales, pabellones auditivos y fosas nasales.
Rubias vacilantes asoman dubitativas por bocacalles estrechas, sus novios atados de la mano, mirando a todos lados, bolso bien agarrado, pensando si con esta crisis de Isis no mereciera la pena dejarse caer por todos los saldos por haber en busca de gangas tras repostar el estómago con una tapita de habas y morcilla con vistas a la catedral, volver al hostal sin demora y adecentarse para una noche que se presenta alcohóloca. Contenidas, autoridades del oficio espiritual, rango representando por galones de hábito, pasean en petit comité con la curia alrededor del asciterio, cabeza gacha y manos enlazadas en la espalda, detallando los últimos retoques del próximo sermón de las siete palabras, a sabiendas, cómo no, de una asistencia de mayoría pensionista.
Tras el alborozo, este patoso ciudadano saca ticket tras una breve estancia en la capital, un veloz vehículo dotado de un asesino aire acondicionado me devuelve a mi respectivo hogar.