Ha pasado otro dia, y como se acostumbra hacer cuando uno se despierta, abro los ojos a las 6 de la mañana. Es el despertador del móvil el que logra que tal cosa ocurra, no yo, y como siempre estiro mi brazo para acabar con semejante ruido infernal. El teléfono me das dos opciones: “ok” y “amanare”, palabra rumana que aun desconozco. Esta última consigue que el despertador se calle durante 4 minutos, para volver a activarse después. Y así me paso media hora todas las mañanas, presionando el botón de “amanare” una y otra vez y echando siete cabezadas de 4 minutos. Entonces decido que hay que levantarse. La teoría de la relatividad de Einstein se cumple a la perfección: a más gravedad, más rápido pasa el tiempo, y a estas horas la gravedad de la cama se asemeja a la de un planetoide gigantesco.
Me he dado cuenta de que es mi cráneo el que quiere quedarse embutido en la almohada, no el cuerpo, y por eso para levantarme saco las piernas del colchón. El resto las acompaña, no sin un gruñido casi imperceptible, esputoso, que produce mi garganta involuntariamente como señal de protesta. Al incorporarme en la cama, siempre veo mi silueta reflejada en el televisor que está en frente, notando así que mi pelo, en donde suele estar el remolino, se ha levantando formando un mechón en forma de cuerno animal. De modo que cojo la toalla, que aunque hace tres días de mi última ducha siempre parece húmeda, y voy a la bañera a lavarme la cabeza. Algunos días la higiene no está entre las posibilidades y me pongo un gorro para ocultar el caos capilar; pero hoy hace calor. 24 grados en noviembre. Los huesos de mi cráneo se estremecen como un paladar lleno de peta zetas y se desentumecen ante el contacto del agua, como si el líquido elemento resultara una sustancia extraña, ajena a la naturaleza cuando estoy somnoliento. Hecho esto me pongo el pantalón del chándal, pobre sustituto civilizado de un pijama y una camisa abotonada, y me meto en el ascensor con el estómago vacío para ir al trabajo. Siempre que salgo del ascensor miro a mi izquierda, porque hay un pequeño espacio entre la puerta de este y la pared y en más de una ocasión me he llevado tremendo susto al encontrarme a una vieja en ese rincón esperando el ascensor, con el carrito de la compra en mano.
Recién salido del portal del edificio, un gitano se me acerca y mostrándome un teléfono de pantalla gigante me pregunta si lo quiero. Le digo “ma gravesc”, que en rumano significa “tengo prisa”. Me resultó sencillo recordar esta frase, porque sin duda tener prisa es una cosa muy grave. Dos manzanas más allá y de camino al metro, siempre paso por delante de una tienda de motocicletas. Me incomoda ligeramente pasar porque el escaparate, en lugar de ser transparente, resulta ser un espejo perfecto visto desde fuera, y sólo desde dentro parece un cristal normal desde el que pueden observar la calle. En 10 minutos llego a la estación de metro Victoriei y agarro el tren que me lleva tres estaciones más allá, donde me bajo para hacer trasbordo. En cuando uno se aleja del centro los vagones empiezan a estar cubiertos de grafiti por completo, y su contacto con las vías oscila y rechina como un robot inflamado. Es en este tren donde empiezo a ver multitud de caras familiares, caras de la gente que trabaja donde yo, y que como yo se dirigen a la estación 1 Mai para llegar a Ubisoft, tras un paseo de 10 minutos desde el metro al trabajo.
Llego 15 minutos tarde a la oficina… no importa. Mi nuevo jefe es un tipo que a veces me saluda gritando “watsaaaaa” mientras agita la cabeza como un ventilador con la lengua fuera. Ahora trabajo junto a los despachos de los peces gordos, en lo que antes era el departamento de ventas. Un despacho gigante en el que sólo estamos tres personas (yo, mi jefe y otro tipo serio con una perilla ostentosa amante de Opeth y Pink Floyd), pues el nuevo proyecto con este juego no requiere más gente de momento. El conserje, un viejo barbudo forjado en los tiempos de Ceaucescu, nos observa con extraña mirada; probablemente preguntándose cómo semejantes sujetos han conseguido acabar en esta zona del edificio. La semana pasada nos llegaron los instrumentos para poder jugar, 6 guitarras eléctricas que venían sin sus correspondientes cables. Así que de momento no hay nada que hacer. Llevamos dos semanas llenando las horas de trabajo con vídeos de youtube, páginas web variadas y sesiones de guitarra eléctrica sin conectar. Esta mañana no hay internet, así que salgo al jardín del edificio para inhalar humo y observar a los perros que viven en el jardín.
El líder de la manada, un chucho marrón flaco que sólo tiene tres patas, rueda por la hierba bajo el sol en una inconfundible muestra de hedonismo canino y despreocupación. A eso de las 5 de la tarde, las señoras de la limpieza tienen a bien dejarles algunas bolsas de sobras de la cantina, bolsas que los perros despedazan cual animal recién cazado para deglutir todo lo que encuentren dentro. Otro miembro de la manada, un perro negro con portes de lobo, lame un vaso de plástico con restos de menestra de verdura dentro. Con el estómago medio lleno y la tarde cayendo se dedican a corretear por el recinto y ladrar a los perros domésticos que se acercan a la valla. Entonces me acuerdo del programa “el encantador de perros”. Siempre que un dueño le dice que su perro tiene problemas de comportamiento, éste le responde “la culpa es tuya, no del perro”, y empieza a domesticar a la persona para que luego pueda controlar a su can, un caniche enano rapado que cree ser el macho alfa en una familia, negra americana de clase media, con un padre de metro ochenta.
Es la 1 de la tarde. Llevo 5 horas en la oficina, con el sol dando en la ventana y calentando la sala poco a poco. Todavía quedan 4 horas hasta poder salir de aquí. He calculado que a lo largo del día, dos horas se van en descansos breves y una hora en actividades como ir al baño para la cagada mañanera, fumar, ir a comer, hablar con algunas personas, ir a por agua y preparar infusiones. Durante el almuerzo, me senté a la mesa con una gente de mi anterior equipo, entre los cuales estaba una muchacha rubia de apellido Ionescu. Al levantarme de la mesa me dijo algo como “sa fie bine”, que acabo de averiguar que significa algo así como desearme una buena digestión. En ese momento no lo entendí y le pregunté si conocía un equivalente en inglés, a lo cual me ha respondido “bah” con una expresión en el rostro que bien podría mostrar ante un enemigo. Y la semana pasada me invitó a ir a tomar birra con ella y sus amigos. Quién lo entiende.
Pasar el tiempo entre rumanos no deja de ser una experiencia extraña, incluso después de casi un año aquí. Tan pronto sonríen y hacen bromas contigo como se ponen serios y no te responden, con algún que otro gesto de desdén fortuito que le deja a uno preguntándose de qué demonios va la cosa. Es un comportamiento que en general sólo tienen conmigo, porque entre ellos he observado que actúan con toda naturalidad y sin detalles inesperados. Parece ser que la idiosincrasia nacional, que impregna toda una sociedad, hace que entre ellos sepan mantenerse en un estado de ánimo fluido. Así son las relaciones humanas en todas partes: el tono y el contenido de lo que se dice está en el fondo tremendamente controlado por lo que se espera de cada persona dentro de un molde social determinado. De igual forma, desde que estoy aquí tengo que controlar constantemente mis bromas y comentarios, pues las malentienden fácilmente o simplemente no saben qué quiero decir ni cómo responderme. Sólo hay un tipo con el que esto no pasa, un muchacho con gafas de culo de vaso y pervertido sexual que viene de la costa del Mar Negro. A punto de dimitir para trabajar de gerente en un supermercado, hace muestra de que la brisa marina tiene un efecto muy particular en el cerebro. Así que aprovecho para enseñarle expresiones como “me voy a cagar en tus muelas” (I’m gonna shit on your back teeth) y otras evacuaciones de vientre verbales propias de mi idioma como “me suda el rabo” (my front tail is sweating like hell, lo adorno un poco). El tio, incluso después de tantos meses, sigue confundiéndose y pensando que soy italiano. Llegados a un punto lo he dejado estar, porque realmente la nacionalidad que me encasqueten me importa poco.
Son las 4 de la tarde. En una hora estaré fuera, aunque salir del trabajo en una ciudad gigantesca en hora punta de tráfico no es la actividad más ociosa que existe. Hasta hace poco me planteaba dos opciones, en pie junto a una avenida de la zona norte: volver a casa en metro en un viaje como el ya descrito pero a la inversa, o coger un taxi para salir del tumulto cuanto antes. Coger el metro es definitivamente un coñazo que quiero evitar a toda costa, y coger un taxi es montarse en un coche con un tipo que notará mi acento, me preguntará de donde soy y querrá saber cosas de España. Ocurre repetidas veces. Es como contratar a un chófer que te lleva a casa todos los días, pero que tiene alzheimer y cada día te hará las mismas preguntas en un viaje de descubrimiento que para él es nuevo, pero que a mí me tiene hasta el moño. Así que, con tanta energía acumulada y una necesidad indefinida de ir a nosedonde, he tomado por costumbre volver a casa andando en un paseo que dura unos tres cuartos de hora. Intento cambiar la ruta ligeramente en la medida de lo posible sin perderme, deseando no meterme en un barrio más salvaje de lo habitual. Y así me pego una pequeña caminata, disfrutando como un turista de la atmósfera de una ciudad que sigue resultándome exótica, y gozando de una forma extraña la deliciosa desolación de los edificios enmohecidos, los perros callejeros, las viejas encorvadas que venden flores con un pañuelo en la cabeza, las aceras mal asfaltadas que se llenan de charcos cuando llueve, las calles repletas de cables a la altura de los árboles, el vapor saliendo de las alcantarillas, la vegetación ingente, los retazos de hogares rumanos que se dejan ver a través de las ventanas, las luces de los carteles de las tiendas, la fachada en ruinas del observatorio astronómico.
Ir por uno mismo de un sitio a otro es la opción predilecta; aunque nadie te ayude mucho, aunque pueda suponer más esfuerzo, aunque uno pueda extraviarse en el camino. Pero no siempre es posible obtener buenas sensaciones de la urbe. Son multitud los detalles diarios los que me hacen pensar, clichés aparte, que uno está mejor en su casa que en cualquier otra parte. Pero entonces llego a mi piso, y es ahí cuando se me olvida todo. No tengo más que observar la ciudad a través de la ventana. Mi habitación es un templo donde sólo entra lo que yo quiero, e incluso a veces cuando entro en ella me dejo a mi mismo en la puerta. Y lejos de ser un acto solemne o un ritual, de todas las cosas que hago durante un día laborable, es la más espontánea y natural de todas. “Amanare” significa “posponer”. ¡Qué gran palabra!
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