Esta historia habla de un rey que deciidió construir su fortaleza en mitad de una planicie inmensa, una llanura donde casi no existía la sombra. No es el mejor sitio para reinar, desde luego, pensaba el rey, pero los consejeros le aseguraron que los enemigos no soportarían el calor en caso de atreverse a atacar, ni siquiera esconderse podrían, tan escasa era la sombra y tan escasos los ríos y las montañas. El rey accedió.
Y así pasaron los años, mientras el rey acumulaba, victorioso en cada campaña, innumerables tesoros y riquezas. El castillo aún estaba sin terminar, pero ya degustaba, mirando sonriente los planos, sus colosales proporciones.
Tantas eran pues sus riquezas, tanto el espacio que pedían, que aún no había sitio en el castillo para guardarlas. Con el tiempo, visto el poder del rey, algunos de sus más acérrimos enemigos decidieron rendirse y ofrecer sus servicios a la corona. Un día, llegaron los emisarios con un grupo de soldados que, clamando indulgencia, aceptaron servir al rey. Uno de ellos se mostró algo expeditivo y valiente durante la reunión. Poco a poco, con el paso de los días, los valiosos consejos del misterioso caballero fueron ganando la confianza del rey.
A los pocos días, después de disfrutar de una copioso banquete, ambos quedaron solos en el salón real:
- Majestad, me he tomado la libertad de deliberar sobre la situación actual y quisiera comunicarle algo-.
- Adelante -dijo el rey, con un vaso en la mano, disfrutando de sus dominios desde el ventanal-.
- Como bien sabe, la predicción del oráculo anuncia la llegada de una terrible tormenta. Su castillo aún no está contruído y puede ser peligroso -se detuvo un momento para elegir las palabras adecuadas- para los que aquí viven, aparte de sus tesoros.
El rey vaciló, miró su vaso un instante y se volvió hacia el caballero,
- ¿Ocurre algo con mis tesoros?-preguntó desafiante.
- En efecto, Majestad, no soy el único en darse cuenta de que tanto es el espacio que ocupan sus bienes que aún no hay sitio en el castillo para guardarlos. ¿No le importa dejarlos a la vista del pueblo, con el riesgo que eso supone?
El rey quedó en silencio. Movió su vaso ligeramente en círculos y lo posó en la mesa. Se cruzó de brazos y se volvió de nuevo al caballero.
- Dime, valiente soldado de Laguardia, qué es lo que quieres o calla para siempre-.
- Majestad, es evidente que sus medios son escasos si lo que pretende es terminar el castillo antes de la tormenta. Yo puedo ordenar que traigan vasallos desde mi condado para que participen en la construcción. A cambio, por cada diez de estos vasallos, su Majestad obsequiará a nuestro pueblo con un tesoro de su elección. Cuando el castillo esté construido, el trato habrá terminado-.
El rey se atusó la barba. La predicción del oráculo era cuanto menos inquietante, no debía ser ignorada. Él mismo jamás había presenciado una tormenta semejante a la que el oráculo preveía. Divagó un instante con la mirada perdida en la lejanía y le pareció vislumbrar ya un ominoso ejército de ráfagas y tempestades desfilando a través del horizonte.
- Está bien. No pierdas más tiempo entonces. Diríjete ahora mismo a tu pueblo y trae contigo treinta vasallos. A cambio te daré tres tesoros-.
Y así pasó el tiempo. El apremio, cada vez más angustioso, requería cada vez más vasallos que trabajaban sin descanso. Pero cada día que pasaba empeoraba el clima, cada día soplaba más furioso el viento, cada día castigaba más el frío, y cada día menos posesiones le quedaban al rey. Mientras tanto, contemplaba desde el salón real cómo se acercaba amenazante el enorme cúmulo de tinieblas iluminadas por violentas descargas que la convertían en una visión fantasmal. Sin embargo, aunque lo peor no había llegado todavía, hacía días que no paraba de llover. Una mañana, los emisarios llegaron empapados con un mensaje desesperanzador. En unos pocos días, todos los dominios de la corona, la planicie entera con sus cultivos y praderas, quedaría sepultada bajo las aguas. El rey instaba al caballero desconocido a traer más y más vasallos, y sus arcas pronto quedaron vacías.
Al día siguiente, el rey despertó crispado. Una sola idea le ocupaba el pensamiento. Aquel bufón había estado jugando con él, le prometió un trato justo pero él se había quedado con sus posesiones y, en cuanto al progreso en la construcción, bien podría haber reclutado a un grupo de trovadores mancos, pues habrían hecho mejor trabajo. Había sido un engaño, y aquel mercachifle de medio palmo lo pagaría con su vida. El rey no pudo soportar por más tiempo una deshonra semejante y mandó ajusticiar al caballero de Laguardia.
- Te condeno a la muerte agónica por engañar a tu Señor, por aprovecharte míseramente de éste tu rey, ya viejo y desgastado, y apoderarte sin escrúpulos de todas sus posesiones, que aseguraban el futuro próspero de este pueblo. Antes lo tenía todo, cofres y medallas, copas y pinturas, escrituras y vestidos, broches y muebles, coronas de otros reyes... y todo me has robado. La pobreza de este reino es tu legado, miserable, y hoy celebraremos tu muerte-. Un relámpago cercano tomó el testigo de sus palabras.
El caballero de Laguardia murió ahorcado en un árbol. Sin embargo, antes de ser sentenciado, tuvo ocasión de responder a las conjeturas del rey. Estas palabras escuchó el rey, apenas perceptibles por la fuerza del viento:
- ¡¡Cierto es, mi señor... que ahora el pueblo que me vio nacer cobija sus tesoros... pero no es menos cierto... que mi intención fue noble, así como auténtica fue su palabra de aceptación. Escúcheme, le pido... mi último cumplido, pues algo que antes no tenía su Majestad, yo se lo he dado!!-
La misma noche de la ejecución, los vasallos del caballero se declararon en rebeldía. Los que pudieron escapar del hacha del ejécito del rey intentaron cruzar la planicie en dirección a su pueblo, pero perecieron bajo las aguas. Unos días más tarde, ya no se podía salir del castillo y se cerraron todas las puertas. Caminar y trabajar resultaba cada vez más complicado y el rey decidió, una tarde, que habrían de construirse tres balsas pequeñas y tres grandes, pues la construcción del castillo no podría terminarse a tiempo. El rey permaneció encerrado en su habitación día y noche. Con la tormenta de fondo, su tristeza se clavaba en el corazón, su alma se disolvía en la desgracia y sus manos arañaban su rostro. En aquella habitación oscura nacían más y más fantasmas. Todo empezó a cambiar a su alrededor. Sin bienes ni familia, sin tierras ni castillo, él y su imperio, él y su existencia entera, tenían los días contados. Dejó de dormir y de comer, no veía a nadie y empezó a destrozar todo lo que le rodeaba con la furia del que consuma sus últimas energías. Hasta que un día, un movimiento brusco reclamó toda su atención. Perdió el equilibrio y cayó resbalando, golpeándose la cabeza contra el trono. ¿Qué estaba sucediendo? Pronto lo comprendió. La torre se derrumbaría de un momento a otro. Se asomó al ventanal y miró hacia abajo. Dos balsas llenas de gente ondeaban sobre una masa de agua indomable y violenta. El rey se agarró al borde y sus rodillas perdieron fuerza. Cayó al suelo, al igual que su lágrimas. No podía ser, ¿qué clase de fin era aquél? Notaba cómo el suelo cedía bajo su peso y se inclinaba poco a poco hacia el vacío. Los gritos de aquellos que huían del castillo en sus balsas llegaban apenas distorsionados por la tempestad. Le pedían algo. Le pedían que saltara. El rey, impotente, paralizado por el miedo y el vértigo, comprobó cómo la torre se inclinaba amenazante sobre todos aquellos que le habían venerado y obedecido durante tanto tiempo. Y ellos no se irían sin él.
Repentinamente, giró la cabeza y miró el interior de la estancia como merece un adiós irremediable.
Se acordó del caballero de Laguardia y sus últimas palabras, justo cuando él bajaba la mano para ordenar su ejecución... la separación forzosa de la vida y el cuerpo. Se movió y pensó en la ironía: en aquel momento la única diferencia entre él y su ajusticiado era que él aún podía moverse. Quizás el castigo no fue demasiado severo, al fin y al cabo... Súbitamente, lo comprendió todo. El caballero se refería a su cuerpo, le había regalado su propio cuerpo. El rey se incorporó auspiciado por una alegría inexplicable, se apoyó en el borde del marco y saltó al vacío con los brazos abiertos.