Al fin había llegado el momento: 18 relucientes años a mis espaldas, cual patena pulida con cera y aliñada con brillantina. Era el momento de elegir una carrera, esa decisión crucial en mi vida que marcaría un camino lleno, sin duda, de impulso vocacional y grandes éxitos. “Voy a ser un hombre de letras, sólo pensarlo me llena de orgullo y me define. Iré a otra ciudad a realizar mis estudios, vivir por mi cuenta. Va a ser una maravilla. ¡Qué maravilla!
Bueno, ahora que la vida universitaria ha quedado atrás (y se aleja), puede decirse que efectivamente ha sido una maravilla; por lo bien que me lo he pasado más que por otra cosa. Sólo por todo lo que me he metido deberían darme la licenciatura en química. Y justo antes de acabar, empezó a oírse la palabra crisis en la televisión a diario. Más de dos años después, se sigue oyendo. ¡Qué mal momento para acabar la carrera! Pues no… patrañas. Quien busca trabajo lo encuentra, sólo hay que tener algo de paciencia. En Rumanía se mofan y befan, cual gallinas balcánicas, cuando ven a otros países quejarse de la crisis. Aquí la situación difícilmente podría ponerse peor, y ha sido así durante muchos años ya.
Así que uno decide empezar a mandar currículums por doquier, hasta que algo surge. Me llaman de una empresa, acudo a la entrevista. Allí me esperan tres mujeres que, tras verme pasar satisfactoriamente un test de C.I, se meten en un cuarto conmigo para saber quién soy mediante un bombardeo de preguntas; mira que tengo dicho que no me pregunten cosas que no sé, pero nada… arre que arre. Quieren saberlo todo: qué motivaciones tengo, si he trabajado antes (dónde, cómo, cuándo, por qué), cuáles son mis expectativas de carrera profesional, cuántos idiomas hablo, si soy ambicioso y tengo aptitudes de líder, cuántas veces me la meneo en mi orinada matutina… etcétera. Luego me preguntan, “sólo por curiosidad”, cómo reaccionaría si un cliente estuviera al otro lado del teléfono gritándome al oído, colérico, con la vena del cuello del tamaño de un morcón de lomo de bellota, exigiendo una satisfacción.
Entonces me doy cuenta de que se trata de un trabajo infernal. Sólo aguantar a un ser humano que no quiere hablar contigo, sino tener resultados prácticos so pena de bronca, sólo tenerlo que aguantar una vez, hacía de ese trabajo una basura maloliente. El ambiente que se respira en la empresa nada más llegar, las instalaciones, la gente, las prisas, todo indica que llegar 20 minutos tarde un día me costaría una reprimenda. El horario, de 10 a 7 de la tarde. Y eso sin contar los 40 minutos necesarios para llegar al edificio a diario y otros tantos para volver a casa. TODO EL DÍA.
Decir que trabajas todo el día cada día de la semana, es decir que trabajas un mes entero sin descanso. Extendamos el proceso a años de trabajo en un lugar así, y nos encontramos con media vida dedicada a la productividad de una puñetera marca. Nadie va a decirme a qué hora trabajar, nadie va a exigirme dotes como liderazgo, carisma, trabajo en equipo, competitividad si quiero que me aumenten el sueldo… y por supuesto, nadie va a echarme una bronca por algo tan normal y tan humano como llegar tarde una mañana o quererme ir un rato antes porque ese día estoy hasta el rabo de trabajar. Una empresa es la versión “adulta” y magnificada de un jardín de infancia, así tratan al empleado. Claro que, el que sea feliz haciendo lo que le dicen, bienaventurado sea. El que sea feliz volviendo a casa cada día siendo de noche, a pasar su poco tiempo libre hasta que la hora del catre vuelva a llegar, esperando que llegue el viernes con anhelo, bienaventurado sea. Las empresas, especialmente las multinacionales, son así: trabajar en un despacho gigantesco con 30 personas más a tu alrededor, forjando la sociabilidad. “¿Puedes venir un momento, por favor?” “ ¿Te importaría hacer las cosas de otra manera? En la empresa no funcionamos así” “Este sábado vamos a quedarnos haciendo horas extra porque el proyecto tiene que estar acabado para el Lunes. Pero no te apures, esas horas se pagan el doble de lo normal”… “Vas a por un café, ¿puedes traerme uno a mí?” Sí señor, sí señor, no señora, mis disculpas señor, faltaría más señora. El café, ¿lo quiere con azúcar o con arsénico?
Volvamos al momento en que me encuentro ahí sentado con tres mujeres indagando en mi ser (cosa que no pueden hacer, porque les miento constantemente como un bellaco). En un momento dado se hace evidente la realidad: ellas no me están analizando a mí más que yo a ellas y a su forma de ganarse la vida. Que mire usted, a mi me parece bien, pero no la quiero en mis carnes. Entonces, repentinamente, me llega la certeza de que jamás trabajaría para ellos. Eso sí, la que está sentada a mi izquierda tiene unos ojos que sí que me gustaría ver en mis carnes. Siento como una corriente eléctrica que me nace en el pecho y se desplaza hasta mi rostro… ¡zasca! Y entonces me veo a mi mismo interrumpiendo su charla, levantándome, diciéndoles “quedarme un segundo más sería un crimen para mi alma; ni siquiera siento interrumpiros, como no siento haberos mentido para parecer lo que no soy. El sentimiento es indiferencia”, y salir por la puerta sonriendo, pero esta vez honestamente. Pero todo eso está en mi florida imaginación… la realidad es que ahí sigo, sentado, sonriendo en el momento oportuno y asintiendo con la cabeza. Poco sospechan ellas la escena llena de brutal sinceridad, autenticidad y, por qué no decirlo, falta de respeto, que se desarrolla en mi cabeza. Cuando la telepatía exista en un futuro, acabaré viviendo debajo de un puente y en la miseria. Aunque no creo que llegara a eso… el mundo se acabaría mucho antes.
Con todo esto no quiero decir que no sea amigo de la disciplina, de un cierto control, del trabajo duro CUANDO haga falta. De hecho me parecen cosas que una persona debe tener en mayor o menor medida. Lo que ocurre es que no tolero que todo eso me venga impuesto por otra persona. Sólo yo me permito inculcarme esas cosas a mí mismo, nadie más tiene ese derecho. Si esas cosas me vienen desde fuera, la virtud se acaba convirtiendo en una imposición contra la que lucharé haciendo justo lo contrario. Para bien o para mal, así es como funciono; y empiezo a sospechar que hay cosas de mí que no van a cambiar ya.
A la semana de haber tenido aquel agradable cacareo de sobremesa con mis entrevistadoras, me llega un email de una de ellas. Lo empieza con el cálido saludo de “Querido candidato/a”, y me informan de que “vamos a buscar a otros candidatos”, como si no hubieran elegido ya a uno de entre los 15 que se presentaron conmigo para ese puesto. El hecho de que el email empiece así me hace pensar si realmente sabían mi sexo, si no debería haber marcado más paquete en mis oscuros pantalones de algodón… pero no. Es sólo un email prefabricado para rechazar candidatos, para no molestarse ni en mencionar mi nombre. Voy al supermercado a comprar una botella de aguardiente para ponerme fino. Pero que nadie se equivoque: lo hago para celebrarlo. Tan justo y necesario como saber lo que quiero y me gusta hacer, es descubrir aquello que no quiero hacer ni a golpes de látigo.
¿La solución? Bueno, soy traductor, y los traductores pueden trabajar de forma autónoma, incluso desde casa. El proceso para llegar a vivir de ello es duro, complicado, pero no importa… porque sería mi proceso. En este mundo donde muy pocos trabajos merecen la pena, al menos para mí, donde parece que la realidad económica nos ha hecho olvidar que vivimos en un mundo de seres humanos, la mejor idea que encuentro es la de montarme mi pequeño negocio; un espacio donde la capacidad de elegir vuelve a tener nombre. No soy ni mucho menos la única persona que piensa así, y muchos viven con una actividad y una rutina que en el fondo no quieren tener. Con una punzada de insatisfacción y fastidio cuando toca cumplir la jornada, pero intentando llenar su tiempo con pequeños alivios que anestesien lo que sienten para poder levantarse otro día más. Yo no quiero vivir acostumbrándome, porque con el tiempo el malestar se empieza a olvidar y se disfraza de otras cosas. Y quien así vive cree estar bien. Pero la verdad es que, en la mayoría de los casos, uno no sabe que ha vivido con dolor durante años hasta que ese dolor desaparece y se da cuenta de que se puede vivir mejor. Las grandes tragedias de la vida pasan, se superan. Igual que los momentos de alegría eufórica no duran, se apagan… por suerte, porque el verdadero estado de plenitud no es la fiesta permanente, sino la paz interior. Pero hay un malestar más grave que todo eso: es esa desazón sutil, constante, de fondo, discreta, de la que hay que ocuparse si no queremos que se quede con nosotros hasta el final de nuestros días.
Al final he conseguido un trabajo, con una actividad que me gusta; lástima que trabaje prácticamente gratis. Esto es temporal y, como me dijeron hace poco, las cosas al final caen por su peso. Entonces miro a través de la ventana de mi oficina… ha empezado a nevar, los primeros copos del año. Hay maravillas que no entienden del pensamiento y detienen el mío propio. Así que me quedo de pie, mirando por la ventana. Y mañana ya se verá.
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