Desde lo alto del montecillo, casi a oscuras, se ven pequeños los autobuses.
El cielo visible dice hasta ahora a las nubes que marchan cabalgando al poniente, empiezan a verse estrellas en las esquinas caen aún las gotitas y chapotean los mirlos. Abajo, si escudriñas entre los pinos se ven lucecitas de navidad, escalan los motores por la loma y llegan a percibirse como un murmullo huraño, un heredero poco agraciado del magma. ¡Pero vaya! a tan sólo unos metros por encima se escucha cómo se acercan los caminantes solitarios, chap, chap, chachap, chap... ch... Pues allí abajo, como decía, la estampa es invariable también a muchos kilómetros. En aquella esquina también sonríe solo un hombre de chaquetón que habla por teléfono y fuma. Allí también habrá una familia golosa mirando escaparates, e, igual que allí, allí donde están esas dos personas gesticulando con papeles en la mano sentadas en la terraza de un restaurante y que miran de reojo a ver si no hará mucho frío para estar ahí fuera, habrá así también en otros lugares postales de tele visiones como ésta. Como ahora, que se escucha ladrar feroz a un perro, debe ser un pastor, y ladra cada vez más, allí en la oscuridad, a solas en el suelo de nieve derretida, quizás nadie le escucha, al menos nadie de allí abajo, quizás algún mirlo, pero ellos van a lo suyo. El vaho sale de un hocico que se asoma a la verja de un patio cuadrado sin macetas, allá a lo lejos, donde nadie habita ahora.